Digámoslo: para algunos puede resultar una verdad incómoda, en la España de 2025, escuchar o leer que una prebenda, anclada en la concepción corporativa del Estado franquista, no es (ni debería reclamarse como) un derecho por parte del funcionario de la Administración central, con un coste para todos los españoles que roza los 10.000 millones de euros anuales (esto es, el 2,5% de los ingresos y 1,4% de los gastos del Estado).
Por sucesivas disposiciones legales, desde 1963 a 1975, habían nacido la Mutua de Funcionarios de la Administración Civil del Estado (MUFACE), la Mutualidad de Funcionarios de la Administración de Justicia (hoy, MUGEJU) y el Instituto Social de las Fuerzas Armadas (ISFAS).
El régimen franquista gratificaba por entonces a sus militares y funcionarios civiles tantos años de lealtad con la creación de órganos exclusivos para su cobertura social.
En la faceta concreta de las prestaciones sanitarias, sobreviviendo a la gran reforma del Insalud del primer gobierno de Felipe González (1982-86), con Ernest Lluch en la cartera, el sistema mutualista franquista del funcionariado central viene “distorsionando el mapa de servicios sanitarios del país” desde entonces.
En primer lugar, viene asociado a un desembolso anual mil millonario de fondos públicos fuera del sistema público, y con tendencia expansiva en proporción al ostensible incremento de la masa de empleados públicos en las últimas décadas (maestros y profesores, los distintos cuerpos y escalas administrativas, policías nacionales, militares y guardias civiles, jueces…).
Por otra parte, la inmensa mayoría de estos funcionarios, sin distinción de posiciones ideológicas, por tanto, ha continuado acogiéndose a este momio franquista.
Dicho esto, también cabe subrayar que un número testimonial ha elegido en este tiempo la sanidad pública, ya por un sólido compromiso ético personal, ya por confiar sólo en ella “para las cosas importantes”, frente a las comodidades de resort sanitario de la clínica privada que viene actuando como gancho para la masa.
Cargado con esta mochila, los Presupuestos Generales del Estado llegan al escenario actual en el que la Unión Europea apremia a reducir el déficit público.
Durante las últimas semanas de 2024, ha saltado a la prensa que, convocadas a la mesa de negociación del convenio del próximo año, las aseguradoras sanitarias han llegado con una propuesta de incremento porcentual de las primas que no baja de los dos dígitos.
Este tour de force de las compañías viene precedido por la decisión de la Agencia Tributaria de suspender la desgravación en el IRPF de las coberturas sanitarias privadas contratadas por el resto de españoles.
En esta coyuntura, se vuelven a escuchar los consabidos argumentos de quienes defiende mantener el statu quo del viejo mutualismo: "No es el mejor momento" (¿cuándo lo es?), "hay que planificarlo con más antelación" (¡¿desde 1982 no es suficiente?!) o que una avalancha de millón largo de nuevos usuarios (funcionarios y familiares) "colapsará" la red sanitaria pública el 1 de enero de 2025.
La red pública ha superado otros "apocalipsis" en los últimos años. Cargó con casi todos costes de la reciente pandemia, que se añadió a la estrategia de recortes de más largo plazo introducidas desde años antes por las políticas públicas de Mariano Rajoy.
La situación actual no ha mejorado en todos los ámbitos, de manera que no son infrecuentes en la prensa de provincias las noticias alertando de la desaparición de tal o cual servicio de oncología, neurología, neurocirugía, cirugía general, cirugía mamaria, hospital infantil…, en centros sanitarios públicos de ciudades pequeñas y medianas por falta de recursos o de especialistas.
Porque éstos, o han terminado tirando la toalla ante el deterioro de sus condiciones laborales, o han encontrado en la floreciente red privada, concentrada en grandes urbes, mejores incentivos.
A ello se suma que, revelando otro de tantos secretos a voces de España, desde instancias oficiales se ha señalado a las principales compañías sanitarias de seleccionar a sus usuarios en función de la gravedad o cronicidad de las patologías, incrementando la prima conforme a la edad de los usuarios.
En virtud de todo ello, parecería que, lejos de ser esa joya de la Corona (y no me refiero a cierta clínica privada de la Casa real), la sanidad pública queda reducida a un papel subsidiario en ese oxímoron conocido como sistema nacional de salud. Con el sistema Muface, la misma Administración pública viene participando en la mercantilización del derecho a la salud, valga la paradoja.
Así pues, en virtud de la pervivencia de este resto de mutualismo franquista en democracia, se podría colegir que el empleado de la Administración central no ha participado con el conjunto de cotizantes españoles en el proyecto de país que nos dimos todos en 1978 y sancionado como Estado social, pivotante en la Seguridad Social como gestor de la previsión solidaria e intergeneracional ante la enfermedad, el desempleo y la vejez.
El momento para largar este lastre en los presupuestos públicos anuales se mide en función de la determinación política y el mandato constitucional del gobernante dispuesto a seguir perfeccionando el inacabado Estado social y democrático de derecho.
La Sanidad pública puede asumir grandes retos, en definitiva, siempre que vengan convenientemente financiados. El trasnochado mutualismo funcionarial distrae un montante muy jugoso de esos mismos fondos públicos: Muface delenda est.