Unos latazos triunfales
Como lector contumaz de novelas policiacas, me asombra (y hasta me indigna un poco) el éxito que cosecha con sus ladrillos el escritor suizo Joel Dicker (Ginebra, 1985). Acaba de publicar entre nosotros su último (y previsible) fárrago, Un animal salvaje, y ya se ha incorporado al número uno de la lista de best sellers de La Vanguardia. Lo logró desde su primera novela, La verdad sobre el caso Harry Quebert, uno de esos libros que, de repente, resulta que está leyendo casi toda la gente que te cruzas (sucedió lo mismo con la trilogía Millenium del difunto Stieg Larsson) y que, puede que, sin darse cuenta, intenta crearte la necesidad de que te sumes a ellos. Entre que la intuición me funciona bastante bien y que, lo reconozco, siento ciertos prejuicios ante esas cosas que le gustan a todo el mundo (una actitud tirando a elitista y pueril, lo confieso), me mantuve a una prudente distancia de La verdad sobre el caso Harry Quebert (así como de la serie de televisión derivada del libro). Mi intuición no siempre da en el clavo: estuve mirando por encima del hombre a Carmen Mola hasta que me compré sus thrillers y los devoré. Pero algo me decía que el señor Dicker no era para mí.
Finalmente, acabé picando y me compré La desaparición de Stephanie Mailer (2018). Me pareció una novela infame, aburrida y con una trama que no acababa de despegar jamás. Pero me tomé la cosa como una misión de Dios, que dirían los Blues Brothers. Me propuse llegar al final y, de paso, intentar entender por qué el señor Dicker le gustaba a tanta gente y vendía miles de ejemplares de sus libros. Conseguí lo primero (con cierto esfuerzo, como el que ha hecho una promesa y tiene el prurito de cumplirla), aburriéndome como una seta durante cerca de un mes, pero no lo segundo. A día de hoy, sigo sin entender qué le ven a Joel Dicker.
Me gustaría resumirles La desaparición de Stephanie Mailer, pero desgraciadamente, o no, la he olvidado por completo. Solo recuerdo la sensación de tristeza y aburrimiento que me producía su lectura (huelga decir que se vendió como churros). Evidentemente, no pienso acercarme a Un animal salvaje, pero no puedo evitar pensar, siendo de natural autocrítico, que igual la culpa es mía y que tantos fans de Dicker no pueden estar equivocados, pero entonces me viene a la cabeza aquel chiste que recomendaba comer mierda porque millones y millones de moscas no podían estar equivocadas y me mantengo en mis trece.
Pido disculpas a los entregados lectores de Joel Dicker y le felicito por su lucrativa carrera, pero que me aspen si entiendo su éxito.