El autor todoterreno
Nos dejó hace unos días Jaime de Armiñán (Madrid, 1927 – 2024), un hombre que tocó todos los palos de la industria cultural a su alcance: el cine, el teatro, la televisión y la literatura. No puede decirse que la suya haya sido una de esas muertes que te pillan por sorpresa, ya que tenía 97 años y mucha gente creía que llevaba unos cuantos lustros criando malvas, pero sí ha sido, por lo menos para mí, la despedida de alguien que me alegró la última infancia y la primera adolescencia con sus series para TVE a lo largo de dos décadas (empezó a trabajar ahí en 1957, año de su fundación). Curiosamente, no recuerdo el título de ninguna. Lo que sí recuerdo es que cualquier producto firmado por él me lo tragaba encantado (como me pasaba con todo lo que hacía otro glorioso difunto, Adolfo Marsillach: pese al franquismo, se podían hacer cosas decentes, esquivando a veces la censura, como aquel Silencio, se estrena de Marsillach que iba sobre un autor de provincias que llega a Madrid para montar su obra La honradez recompensada y solo lo consigue después de que se la rebauticen como La honradez recompensada, siempre, en España).
El hombre, hijo y nieto de actrices (Carmen Cobeña y Carmita Oliver, respectivamente) se había iniciado como autor teatral, y de ahí pasó a guionista televisivo. Tardó un poco en llegar al cine, pero su película, coescrita con José Luís Borau, Mi querida señorita (1972) fue nominada al Oscar, algo que volvió a conseguir en 1980 con El nido (otros títulos notables fueron El amor del capitán Brando o Mi general, una de las primeras películas españolas, si no la primera, en bromear sobre el estamento castrense). A finales de los 80 volvió a la televisión con la estupenda serie Juncal (1988), protagonizada por un pletórico Paco Rabal, quien repitió con Armiñán en la también excelente Una gloria nacional (1993).
Como autor, Jaime de Armiñán siempre mostró una gran habilidad para mezclar la alegría y la tristeza, la euforia y la melancolía y el humor y una crítica social al principio subterránea (forzado por las circunstancias) y después más directa. Poco a poco, su tiempo fue pasando y se fue convirtiendo en un recuerdo para todos los que habíamos disfrutado de sus cosas. Nunca consiguió que se le incluyera en ninguna lista de los grandes autores audiovisuales de nuestro país, pero tengo la impresión de que la cosa no le quitaba el sueño. Pasó del teatro a la televisión, de la televisión al cine y vuelta a la televisión, demostrando que valía para un barrido y para un fregado, pero ya en los años 60 estaba a años luz (como Marsillach) de la mayoría de guionistas y realizadores de la época.
Decía que no recuerdo sus series de mi infancia, pero sí momentos concretos y, sobre todo, una sensación: la de que con Armiñán al frente, lo que iba a ver valdría la pena.