Melancolía monárquica
Mientras la turba insultaba a Pedro Sánchez, los españoles se dividían entre fans de los desfiles militares y denunciantes del supuesto genocidio de cuando la Conquista de América y la paracaidista de la bandera sufría por si aterrizaba mal y daba la nota ante toda España, yo solo me fijaba en los planos televisivos de Leonor de Borbón (Madrid, 2005), embutida en su uniforme de gala del arma de Infantería, sometida a las miradas de soslayo de su señor padre y tratando de adoptar una actitud institucional impropia de su edad (aunque no de su condición). Igual no me funciona muy bien la galleta, pero, mientras la opinión pública española se debatía, una vez más, sobre la necesidad, o no, de pasar de la monarquía a la república, yo solo podía pensar en cómo debe ser la vida de una heredera al trono y en lo poco que me apetecería encontrarme en los lustrosos zapatos de la princesa Leonor. Que a los 17 años te envíen a una academia militar, cuando podrías estar con tus amigos en alguna rave lo más alejada posible de la franja de Gaza, me resultaba abrumador.
Sí, ya sé que hablamos de una chica teóricamente afortunada que nació con la vida solucionada, salvo posible abolición del régimen monárquico, pero ver a Leonor en la tribuna, pasando revista a las tropas y observando a la cabra de la Legión, me inspiraba una extraña melancolía. Tal vez porque siempre he pensado que la condición de heredero de cualquier corona es un marronazo considerable. Para empezar, representas a un anacronismo. Para continuar, tu vida está diseñada a conciencia desde el día de tu nacimiento. Y para acabar, tu existencia consiste en hacer siempre lo que se espera de ti.
Leonor parece llevar lo suyo con mucha entereza, pero también podría haberle dado por querer retirarse a una comuna alternativa en un pueblo de Segovia y dedicarse al cultivo de tomates no transgénicos. O por formar un grupo de rock. O por querer dirigir cine. O por consagrarse a la arquitectura. O por casarse con un oficinista de la Caixa y llevar una apacible vida de ama de casa. A ver si me explico: no sentía compasión por ella, pero tampoco me parecía la chica más afortunada del mundo.
Puede que ustedes estén pensando: “¿Y por qué no se guarda su solidaridad para los parias de la tierra, que los hay, y a cascoporro? ¿Qué más le da a usted lo que haga o deje de hacer la representante de la continuidad de un sistema político desfasado y anacrónico? ¿Por qué no muestra su preocupación por el nacionalismo español y sus actos de prepotencia militar y de venirse arriba?”
Pues no lo sé, la verdad. Algo debe chirriar en mi cabeza. Pero yo veía a aquella cría uniformada, interpretando el papel para el que se la ha preparado desde la cuna, y me entraba una melancolía considerable al pensar que la pobre, en aquellos momentos, podría estar prefiriendo estar en cualquier otra parte, haciendo cualquier otra cosa. La gente se divide entre los partidarios de la monarquía y los de la república. A mí me da lo mismo una cosa que otra mientras el país funcione, si es que ha funcionado alguna vez. Y acabo viendo en la heredera al trono español a una nueva versión de la Daisy Buchanan de El gran Gatsby. Puede que se trate de una película que me estoy montando y que Leonor esté encantada con su vida ya vivida y por vivir, pero yo solo veía a una niña tristona jugando a las princesas de la democracia parlamentaria.
Raro que es uno.