Cumpleaños feliz
No sé si a ustedes les pasa, pero yo hay días que me despierto con una canción metida en la cabeza que me paso la jornada canturreando. A veces sé de qué canción se trata; a veces, no tengo ni idea. Solo sé que se me ha metido en el coco y que no desaparecerá hasta que le encuentre una sustituta. Me he tirado unos días interpretando mentalmente un fragmento instrumental de algo que no conseguía identificar, y solo lo he logrado al leer, casualmente, que el próximo 25 de mayo se cumplen cincuenta años de la publicación del primer disco del británico Mike Oldfield (Reading, 1953), Tubular Bells. ¡De ahí salía el maldito fragmento que me ha tenido obsesionado durante días!
Como recordarán mis lectores más provectos, Tubular Bells lo petó cuando salió a la venta, convirtiendo a su responsable, pese a algunos éxitos posteriores, en una versión de lujo de la figura del one hit wonder, cantante o grupo a los que todo el mundo recuerda por una sola canción. El hombre había empezado como folksinger en 1967, formando con su hermana Sally el dúo The Sallyangie, que grabó un único elepé, Children of the sun (1968). Tras ejercer de bajista y guitarrista con el gran Kevin Ayers, el bueno de Mike se lio la manta a la cabeza y se lanzó a trabajar en su obra magna, Tubular Bells, que contó con otros dos posibles títulos que no llegaron a cuajar, Breakfast in bed (Desayuno en la cama) y Opus One. Fan de Sibelius, Oldfield aspiraba a crear una sinfonía electrónica para los consumidores de música pop, y a punto estuvo de comérsela con patatas, pues le dieron con la puerta en las narices en todas las discográficas a las que recurrió…Hasta que llamó a la puerta adecuada, la de Richard Branson, que convirtió Tubular Bells en el primer lanzamiento de su sello Virgin Records. Y el resto es historia: todo el mundo ha escuchado, entero o en parte, Tubular Bells, aunque solo sea viendo El exorcista, la película de William Friedkin que incluía en su banda sonora cuatro minutos de la magna obra especialmente inquietantes. A día de hoy, la aceptación global de una excentricidad como Tubular Bells sigue sorprendiéndonos a muchos.
Después de su insólito álbum de presentación, el señor Oldfield –recuerdo que gozaba de la simpatía de algunos amigos desafectos al rock & roll porque lo suyo se les antojaba más serio y ambicioso, aunque, en mi modesta opinión, a veces rayara en lo pretencioso- publicó otros discos que le funcionaron la mar de bien, como Hergest Ridge, Ommadawn o Incantations. Pero, poco a poco, su estrella empezó a apagarse hasta llegar al momento actual, en el que, ya prácticamente jubilado, la gente se refiere a él mayormente como “el de Tubular Bells”. Realmente, en 1973, lo suyo fue una hazaña muy notable, pues logró convertir un experimento personal en una obra que compraron millones de personas y que le hizo inmensamente rico. Reconozco que siempre le he tenido más respeto que admiración y que su tour de force nunca me acabó de llegar al alma (el año de Tubular Bells, yo escuchaba en bucle el For your pleasure de Roxy Music y el Aladdin Sane, de David Bowie, publicados ese mismo curso), pero me quito el sombrero ante el señor Oldfield, como ante cualquiera al que se le mete algo en la cabeza y no para hasta conseguirlo, por muy difícil que se lo pongan. Por no hablar de que, gracias al aniversario número 50 de Tubular Bells, por fin conseguí identificar la musiquilla que se me había metido en el cerebro y me obligaba a canturrearla mentalmente de la mañana a la noche. He tenido experiencias peores, pero se las ahorro porque me dan vergüenza.