El centenario de la Faraona
Hay algo que siempre lamentaré de mi generación (y de mí mismo): el tiempo que tardamos –abducidos, como estábamos por el rock & roll- en reconocer la grandeza de Lola Flores (que no era física: en ese sentido literal, Laura Borràs le gana por goleada). Nos parecía una señora algo rancia que salía constantemente por televisión y que, encima, no le hacía ascos a visitar al Caudillo en el Pardo para alegrarle la noche con una juerga flamenca (actividad en realidad admirable, pues Franco fue el dictador más aburrido de la historia y nunca se ha sabido muy bien cuál era su idea de la diversión, más allá de firmar condenas de muerte antes de irse a dormir). De vez en cuando, nos salía con que sería ser marquesa de Torres Morenas, capricho inocente al que el Generalísimo se negó siempre en clara muestra de clasismo. Así veíamos a Lola en nuestra loca (y lejana) juventud, hasta que, llegada la madurez, algunos empezamos a verle la gracia a ella y a su marido, Antonio González, alias El Pescaílla, a darnos cuenta de que Lola era una fuerza de la naturaleza que, sin necesidad de saber cantar o bailar especialmente bien, era un personaje fundamental del entertainment nacional. Dentro y fuera del escenario.
Este año, los españoles de bien (como diría Feijoo) celebramos el centenario del nacimiento de María Dolores Ruiz, nombre auténtico de la estrella, y en su localidad natal, Jerez de la Frontera, se acaba de inaugurar el Centro Cultural Lola Flores, que recoge vestidos, joyas y parafernalia variada de toda su larga carrera. Dejando aparte las canciones que popularizó, Lola fue un espectáculo viviente cada vez que abría la boca. Aún recordamos sus reflexiones sobre el lesbianismo ("¿Quién no se ha dado un pipazo con su mejor amiga?"), sobre el exceso de espontáneos en la boda de una de sus hijas, aunque ella misma había invitado a todos los españoles desde la pantalla del televisor ("Si me queréis, irse", frase gloriosa que luce en el pecho mi camiseta con la cara de la artista, que solo me pongo cuando tengo ganas de dar la nota), sobre las dificultades de acceder el merecido marquesado de Torres Morenas, sobre sus líos con Hacienda ("si cada español pusiera una peseta, pagaba la deuda entera") o sobre un libro al respecto que quería publicar, aunque nunca lo hizo, y que habría de titularse 'La que pasé en el banquillo, chiquillo'.
Gracias a esos cambios de perspectiva que proporciona la edad, yo pasé de despreciar a la Faraona y al Pescaílla a admirarlos con todas mis fuerzas (no puedo decir lo mismo de los vástagos de la pareja, que no heredaron el talento de sus progenitores). Me compré discos de ambos (nada fácil en el caso del Pescaílla, que no era hombre de doblarse mucho) y si, zapeando, me topaba con Lola, me quedaba clavado a ese canal hasta que ella desaparecía. Ahora es uno de mis ídolos pop favoritos de todos los tiempos, una mujer hecha a sí misma que llegó a lo más alto por sus propios méritos y cuya personalidad arrolladora se impuso siempre a sus posibles limitaciones como artista.
Yo creo que lo que ahora nos toca a los catalanes es hacer algo parecido a lo que han hecho en Jerez de la Frontera con la Faraona, pero con El Pescaílla, que para algo fue el orgullo de la Barceloneta, un gitano fino y el principal impulsor, con el permiso de Peret, de la rumba catalana. ¿Hay algún partido que secunde la moción?