Criminal de guerra
Vladimir Putin (San Petersburgo, 1952; o sea, Leningrado) progresa adecuadamente para convertirse en uno de los tipos más funestos del siglo XXI. Acaba de conseguir que la justicia europea pida su detención inmediata como criminal de guerra, basándose en los supuestos 16.000 niños ucranianos que habrían sido trasladados a Rusia como botín de guerra humano. La idea es que rinda cuentas ante el Tribunal Penal Internacional, que puede parecer un brindis al sol porque Putin no se va a presentar voluntariamente en La Haya, pero no lo acaba de ser del todo. En teoría, si sale de Rusia (algo que se guardará mucho de hacer), puede ser detenido (la vía Puigdemont la tiene difícil, no lo veo yo de europarlamentario), y, moralmente hablando, se ha convertido en un miserable, aunque ya lo fuese de forma extraoficial desde hace bastante tiempo. Ya sé que, aparentemente, la orden de detención del TPI no sirve de nada, pero algo tiene para convertirse en un clavo más en el ataúd de Vladimir Vladimirovich, pues le otorga de inmediato el carné de indeseable a nivel mundial.
Criado en las malas calles de Leningrado, acostumbrado a abrirse camino en la vida a sopapos, responsable más que probable de asesinatos políticos, tanto en persona, cuando era agente del KGB, como por delegación, desde que está al frente de los destinos de Rusia, Vladimir Vladimirovich se pasó de listo cuando le dio por hacer el matón a conciencia e invadir Ucrania. Creyó que en dos semanas se habrían plantado sus tropas en Kiev y podría llevar a cabo la anexión del territorio tras fusilar a ese cómico televisivo que se había convertido en presidente del país. Pero ya ha pasado más de un año desde la primera agresión y las cosas no le están saliendo según lo previsto. Es más, las cosas se le están complicando de manera más que notable. Si recurre a las armas nucleares puede propiciar una escalada del conflicto que podría llevarle a iniciar una tercera guerra mundial. Si se da cuenta de que todo es más difícil de lo previsto y trata de organizar unas conversaciones con Zelenski, quedará como un cagueta y un loser. Y, mientras tanto, las medidas en su contra tomadas por Europa y Estados Unidos (conserva el apoyo de China, pero tampoco ahí se registran grandes deseos de echarle una mano a lo grande, precisamente para evitar que el conflicto escale hasta una altura global) le van jorobando la existencia a él, a sus oligarcas fieles (los que no lo son sufren extraños accidentes y la diñan, como todos sabemos) y a la población rusa en general.
La situación, evidentemente, no se resolverá de la manera propia de una democracia porque en Rusia no saben qué es eso. Una sociedad que pasó de los zares a los comunistas y de los comunistas a un régimen mafioso apoyado por la iglesia es una sociedad en la que todo se soluciona a lo bestia. Si un día Putin se precipita al vacío desde un balcón del Kremlin, no seré yo quien se sorprenda (bastaría con un pacto de mutuo interés entre militares y oligarcas hartos de que les confisquen el yate en Barcelona o Montecarlo). Insisto: todo parece indicar que Vladimir Vladimirovich se ha pasado de listo y de sobrado con lo de Ucrania. Con un poco de suerte, lo pagará muy caro. Y yo que lo vea.