Fèlix Millet
Un ladrón compulsivo
Creo que uno de los principales motivos que existen para ser honrado es un cierto fatalismo ante la existencia. Hay que creer mucho en la vida terrenal y sus posibles chollos para dedicarse a robar dinero a espuertas como hizo el recién fallecido Fèlix Millet gracias a la institución creada años atrás por su propio tío abuelo y que él, a medias con su secuaz Jordi Montull, se dedicó a desvalijar durante años. A diferencia de Jordi Pujol, sujeto mesiánico obsesionado por su legado y por la imagen que quedará de él cuando la diñe, Fèlix Millet solo pensaba en el aquí y el ahora. Recuerdo habérmelo cruzado por las inmediaciones de la plaza Macià (antes Calvo Sotelo) cuando ya lo habían pillado con el carrito del helado y me pareció un tipo que no se había parado jamás a pensar si lo que hacía estaba bien o estaba mal. Ese concepto se le escapaba. Por eso caminaba tan tranquilo, con las manos en los bolsillos, mientras pensaba, seguramente, en cómo salir lo mejor parado posible del asunto legal (que debía parecerle un incordio), importándole un rábano el componente moral del mismo. El caso Millet fue una vergüenza personal, pero también colectiva. Nadie vigilaba lo que hacía en el Palau de la Música, desde donde, además de expoliarlo, también sabía relacionarse con lo mejor de cada casa, contribuyendo, como intermediario entre Ferrovial y la Generalitat pujolista, en aportador de monises para los convergentes (ya saben, el famoso 3%). Al mismo tiempo, mantenía unas relaciones excelentes con el PP de José María Aznar. No sé si alguna vez se paró a pensar en si lo que hacía estaba bien o mal, pero yo diría que no. Aprovechando que nadie lo vigilaba, se dedicó a trincar sin tasa mientras se llevaba de maravilla con la derecha española y la catalana, hermanadas ambas en el choriceo y la corrupción.
Entre pitos y flautas, Millet no llegó a pasar ni dos años en el talego. Y sigue debiendo unos diez millones de euros que nadie sabe a dónde han ido a parar y de los que se intentará recuperar lo que se pueda cuando les toque heredar a sus descendientes. En sus últimos tiempos, intentó dar un poco de penita desplazándose en silla de ruedas, pero nunca se le oyó pedir disculpas por su voracidad financiera, sector mangancia. Ahora que se ha muerto, a todo el mundo le da lo mismo porque nadie le tenía un especial aprecio. En todo caso, todos recordamos su trapisonda favorita. ¿La mía? Cuando financió su parte del bodorrio de su hija con dinero robado al Palau de la Música, mientras el consuegro apoquinaba a tocateja.
El fatalismo y el desapego son dos conceptos que recomiendo fervientemente a todo el mundo. A Millet le habrían sido muy útiles para evitar la delincuencia y el deshonor, aunque no creo que ninguno de esos dos temas le quitara el sueño. En las novelas de Arthur Schnitzler, cuando alguien cometía alguna infamia de las del nivel de Millet, se le dejaba una pistola encima de la mesa y se le dejaba solo para que se quitara de en medio. Si se hubiese intentado algo parecido con Millet, el ilustre mangante hubiese aprovechado la pistola para robarle la cartera a quien pretendía salvarlo del deshonor.
Todas las vidas terminan. Las nobles y las innobles. Millet ha llegado al final de la suya de la manera más cutre posible, escondiendo dinero robado que ya no le servía para nada. A diferencia de Pujol, su legado se la sudaba. En justa compensación, nos olvidaremos de él en cuatro días. Le hubiese venido bien un poco de fatalismo y desapego, pero esas cosas no iban con él. Lo suyo era trincar sin tasa y aprovecharse de su posición social entre la alta burguesía catalana, esas 400 familias en las que todos se conocían, según él, para ir a su bola y vivir el momento. Genuino partidario del carpe diem, carente de escrúpulos morales, disfrutó de un estatus que le permitió desvalijar el Palau de la Música y hacer favores a lo peor de la política española y catalana. Hombre coherente, siguió siendo un mangante hasta el final. Y ahora, hasta quienes se beneficiaron de su ingeniería financiera negarán haberlo conocido jamás. Sic transit gloria mundi, que decían los romanos. O Que me quiten lo robao, como parecía pensar el glorioso patricio barcelonés.