Yo no te ajunto
Como esta noche dan los Oscar, vamos a centrar la sección de esta semana en el maravilloso mundo del cine. Y el personaje positivo de hoy domingo es, para mí, Martin McDonagh (Londres, 1970), cuya película The banshees of Inisherin (Almas perdidas de Inisherin) me gustaría ver triunfar la madrugada del lunes, aunque lo dudo mucho, ya que, en una de las ediciones más erráticas de su historia, a la Academia de Hollywood le ha dado por verle todas las gracias a Todo a la vez en todas partes (de la que aguanté veinte minutos antes de rendirme y abandonar el visionado, más que nada porque no sabía qué demonios me estaban contando y solo veía a una pandilla de chinos a la que le pasaban cosas muy extrañas) y a incluir productos como las secuelas de Top Gun y Avatar en el contingente de lo premiable.
Los padres del señor McDonagh eran irlandeses trasladados a Londres que decidieron volver a Irlanda (concretamente, a Galway) cuando nuestro hombre tenía dieciséis años: lo dejaron en manos de su hermano mayor y regresaron al terruño, que el futuro dramaturgo y cineasta conocería gracias a las temporadas que pasaba en Irlanda visitando a sus progenitores. El hombre se tomó su tiempo para llegar al cine, pero no puede decirse que lo perdiera. Optando en primera instancia por el teatro, se dio a conocer en 1996 con la obra La reina de belleza de Leenane y siguió con ese oficio hasta 2009, cuando rodó su primer y redondo largometraje, Escondidos en Brujas, una tragicomedia criminal protagonizada por Colin Farrell y Brendan Gleeson (protagonistas, por cierto, de Almas en pena en Inisherin). Luego vinieron las algo menos convincentes (por lo menos, para mí) Siete psicópatas (2012) y Tres carteles en las afueras (2017), salvada en gran parte por la presencia, siempre admirable, de Frances McDormand. Yo fui a ver The banshees of Inisherin con cierto temor, basado en la teoría de que me hallaba ante un cineasta irregular que a veces acertaba, a veces casi y a veces no. La historia era mínima: en un pútrido islote irlandés, un tipo (Gleeson) decide dejar de dirigirle la palabra a su mejor amigo porque ha llegado a la conclusión de que se hace mayor y no está para perder el tiempo charlando con alguien que, de repente, le parece que solo dice simplezas. El otro (Farrell) se lo toma como una ofensa personal y una tragedia, ya que, aparte de cuidar a los animales y pimplar en la taberna del pueblo, en la aburrida y desesperante Inisherin no pasa nada de nada (hasta la guerra civil de 1923, año en que sucede la película, es algo que a los isleños les resulta lejano y hasta cierto punto incomprensible).
Aunque el punto de partida no resulta muy prometedor, las Almas en pena de Inisherin te acaban llegando al alma, pese a lo aparentemente banal de su malentendido inicial. Comprendes al que no quiere hablar y al que desea seguir haciéndolo. Y, haciendo un pequeño esfuerzo conceptual, hasta entiendes que el primero se corte los dedos de las manos y se los arroje al otro a la puerta de su casa para ver si así lo convence de que le deje en paz (es un acto de una desesperación suicida, ya que el personaje de Gleeson solo es mínimamente feliz tocando el violín en el pub).
The banshees of Inisherin no admite las medias tintas. O te identificas con todos esos pobres desgraciados atrapados en un entorno aburrido y hostil o te importarán un pimiento sus cuitas. Hay quien se ha quedado con un pie dentro y otro fuera de la película. Hay quien no ha llegado a entrar. Y luego estamos los que, no sé muy bien por qué, hemos caído a cuatro patas en esa trama aparentemente mínima y tirando a absurda que nos ha interpelado.