Etérea inquietud sonora
La principal habilidad musical del norteamericano Angelo Badalamenti (Nueva York, 1937 – Nueva Jersey, 2022), quien nos dejó hace unos días, consistió en fabricar unas ilustraciones sonoras que unían la belleza con la inquietud: casi todas sus composiciones mostraban un aire etéreo que, al mismo tiempo, indicaba al oyente que se estaba internando por un camino no muy seguro y probablemente peligroso. Lo conocimos gracias a la música que compuso para la película de David Lynch Blue velvet (1986), encargo que empezó prácticamente por casualidad: Lynch quería introducir en su obra la canción del grupo inglés This Mortal Coil Song for the siren, pero los derechos de autor le parecieron excesivos al productor, Dino de Laurentiis, y hubo que encargar una canción nueva, Mysteries of love, de la que se encargó el señor Badalamenti. A partir de ahí, la colaboración entre el músico y el cineasta se convirtió en una bienvenida costumbre que tuvo en 1990, con la serie de televisión Twin peaks, su punto álgido, pues los sonidos de Badalamenti resultaron ideales para entretener la espera hasta saber quién demonios había matado a Laura Palmer (por no hablar de lo bien que se vendió el disco, algo que no suele suceder en el mundo de las bandas sonoras). Ya puestos, Lynch y Badalamenti le fabricaron un elepé enterito de canciones a la intérprete de Mysteries of love, Julie Cruise (cabe destacar también, fuera del universo lynchiano, la música que compuso el neoyorquino de origen italiano en 1989 para la espléndida película de Paul Schrader El placer de los extraños, basada en la novela homónima de Ian McEwan, que pasó tan inadvertida como el largometraje, por cierto).
Badalamenti se apuntó a las olimpiadas del 92 en Barcelona con algunas piezas orquestales y fue entonces cuando lo entrevisté para El País (el fotógrafo intentó hablarle en italiano y así descubrimos que nuestro hombre no hablaba ni una palabra del idioma de sus ancestros). Era un tipo extremadamente simpático, medio calvo y grandullón, con más pinta de dueño de una trattoria que del fabricante de esa música soñadora que casi siempre permitía intuir cierto peligro tras su indudable belleza. Lo único que recuerdo de la conversación es la sensación que tenía el compositor de haber encontrado un alma gemela en las colaboraciones con David Lynch, interrumpidas desde que a Lynch no hay nadie que le financie un largometraje.
Angelo Badalamenti fue a David Lynch lo que Ennio Morricone a Sergio Leone. A veces se producen esos encuentros interdisciplinares que mejoran la obra de sus participantes. Y no quisiera olvidarme del disco que Badalamenti le produjo a Marianne Faithfull, una mujer que siempre ha elegido muy bien a sus colaboradores y que, pese a su actual voz de cazalla, supo encontrar en el músico favorito del señor Lynch un socio ejemplar.