Placidez interrumpida
A sus 83 años, Tina Turner lleva una plácida vida de jubilada en Suiza junto a un señor llamado Erwin Bach desde 1994. Y es una lástima que las noticias que nos llegan de ella no tengan nada que ver con su brillante carrera musical: hace cuatro años, su hijo Craig, de 59, se voló la cabeza con una pistola (lo había tenido, a los dieciocho años, con el saxofonista Raymond Hill), y un par de días atrás murió su hijo Ronnie, a los 62, fabricado a medias con el animal de Ike Turner, con el que Tina formó pareja artística durante años (su disco más logrado es, probablemente, el que les produjo Phil Spector, River deep, mountain high), en circunstancias no muy claras, pero que podrían tener algo que ver con el cáncer que padecía. Cierto es que, a los 83 años, nadie espera grandes novedades creativas de ningún artista, pero es muy triste saber de Tina por noticias como las prematuras muertes de sus hijos.
Reconozco que su obra en solitario nunca me pareció tan interesante como la que llevó a cabo con el violento Ike, al que tuvo que abandonar en mitad de la noche hace un montón de años para evitar la nueva paliza que se le venía encima (según ella, los malos tratos fueron presenciados por el pequeño Craig y lo marcaron de por vida), pero las dos veces que me crucé con ella me dejaron con la convicción de que era una persona encantadora y una profesional como la copa de un pino. La primera ocasión tuvo forma de entrevista, aunque ya no recuerdo para qué medio. Solo sé que estuvimos hablando cordialmente en los sillones de un lujoso hotel de Barcelona y que la buena mujer era de risa fácil y conversación fluida, lo cual tiene su mérito si tenemos en cuenta el infierno por el que había pasado: nos tomamos unas copas, que pagó la discográfica, y nos fumamos unos cigarrillos, que pagamos nosotros, y salí del hotel encantado con el encuentro. Años después, volvimos a coincidir en una entrega de premios de la industria discográfica española, cuyo guion nos fue encargado a Guillem Martínez y un servidor de ustedes. Ahí me la crucé en el pasillo que llevaba al escenario y me pareció una señora muy mayor que vigilaba cada paso para no caerse de unos altísimos tacones de aguja mientras se apoyaba en un ayudante que miraba el suelo en previsión de un posible morrón. Pero cuando llegó al escenario y se puso a cantar y a bailar, parecía otra; concretamente, la misma de la que hablaba Nik Cohn en su mítico libro Awop bop alooba, alop bam boom (los que lo hayan leído recordarán la descripción de su portentoso trasero en movimiento). Terminada la actuación, vuelta al pasillo, al brazo del ayudante y a las miradas precavidas al suelo por parte de ambos.
Tina nunca tuvo una vida fácil. Procedía del lado malo de la vía, como dicen los americanos, se metió en un matrimonio desastroso con el psicópata de Ike (del que, algo es algo, salieron discos memorables), inició una carrera en solitario que tardó un poco en despegar y se ha ganado de sobras la tranquila existencia que lleva en Suiza junto al señor Bach (más joven que ella, si no me equivoco). No es necesario que siga actuando ni que publique más discos, pero el destino, o lo que sea, podría ahorrarle sorpresas tan desagradables como la desaparición de sus propios hijos y la lógica pregunta de por qué hay una palabra para quienes pierden a sus padres, pero no la hay para quien ve morir a sus vástagos.