Los jueces me tienen manía

Hay algo aterrador en Cristina Fernández de Kirchner. La veía hace unos días por la tele, mientras se ciscaba en los jueces que, según ella le han buscado la ruina al condenarla por corrupta e inhabilitarla de por vida (aunque parece que no pisará el talego), y pensaba en lo poco que me gustaría estar a solas con ella en una habitación encajando un chorreo. Durante años, han corrido insistentes rumores sobre su afición al latrocinio de dinero público y hasta cosas peores, como la extraña muerte de un fiscal que apareció ahogado en su bañera en un incidente que nunca se aclaró del todo. Ahora ya es oficial: la señora Kirchner es, a todos los efectos, una política corrupta y su carrera se ha terminado. De ahí que esté que trina y que sea capaz de dar miedo a un ciudadano español que la contempla desde su sofá, aun sabiendo que ella está en un despacho argentino desde el que no puede hacerle nada. Pero la cara de madrastra de Blancanieves no se la quita nadie, aunque uno no sepa si es así de natural o si es el producto de unos cirujanos plásticos a los que ella asegura no haber recurrido nunca.

Tengo la teoría, alimentada por un viejo amigo de Rosario muy aficionado a explicarme historias chuscas del general Perón, de que en Argentina no empezará a funcionar nada, políticamente hablando, hasta que no se libren del peronismo, variante dictatorial que siempre me ha costado entender de manera cabal, más que nada porque los dictadores europeos (Hitler, Mussolini, Franco) se distinguen por dejar un, digamos, legado uniforme, una manera de ver la vida que es la misma para todos sus admiradores, mientras que Perón se las apañó, no me pregunten cómo, para fabricar peronistas de derechas, de izquierdas y mediopensionistas. Nadie ha descrito mejor la situación que Osvaldo Soriano en su novela No habrá más penas y olvido, llevada al cine con Federico Luppi de protagonista y cuya secuencia más descacharrante consiste en una ensalada de tiros entre diversas facciones de fans del general que transcurre en una taberna presidida, en letras gordas, por la insuperable sentencia El mejor amigo de un peronista es otro peronista.

Se supone que Cristina Fernández pertenece a los peronistas de izquierda, de ahí que se haya solidarizado con ella la siempre perspicaz Irene Montero, quien parece haberse tragado lo de que la ex presidenta era la voz del pueblo y por eso se habían conjurado en su contra todas las fuerzas de la reacción, incluyendo lo que ella describe como la mafia judicial (el peruano del sombrerazo, por cierto, ha ido en la misma dirección tras ser apartado de su cargo de presidente de la nación: estamos ante un truco que se lleva mucho últimamente para disimular la corrupción, la ineptitud o ambas cosas, y que casi siempre cuela con los cerebros más privilegiados de Podemos).

  Como parece imposible acabar con el peronismo, los argentinos parecen condenados a ser gobernados por fans de Evita hasta el fin de los tiempos. También es verdad que, en las raras ocasiones en que ha llegado al poder alguien que no era peronista, la mangancia y el choriceo se han mantenido incólumes, pero estoy convencido de que la desaparición del peronismo es condición sine qua non para que las cosas tengan la oportunidad de cambiar en ese bendito país. Aunque ya no se celebra el día de San Perón, que coincidía con la onomástica del general, y ya nadie dice que hace un día peronista cuando luce el sol (informaciones de mi amigo el de Rosario), la influencia de tan confusa ideología, que sirve para un barrido y para un fregado, para las derechas y las izquierdas, sigue impregnando la vida argentina y la cosa no tiene pinta de cambiar en un futuro próximo.

Para acabarlo de arreglar, no es difícil detectar cierto complejo de Evita en la señora Fernández. Como la señora Duarte con el general, Cristina ejerció de influyente consorte con su difunto marido, Néstor Kirchner, sobre el que también corrían sospechas de corrupción y de cosas peores. El monólogo iracundo que le vi soltar por la tele a la buena señora era digno de alguien que se siente poseído por el fantasma de Evita. En los tiempos del general, y siempre por cortesía de mi amigo el rosarino, circulaba un lema incomprensible que rezaba Perón cumple, Evita dignifica. Nunca quedó claro qué era lo que cumplía Perón ni lo que dignificaba Evita. Pero eso no ha impedido que Cristina Fernández, una mujer que ni cumple ni dignifica nada, cortara el bacalao durante años en la Argentina. Y me temo que aún no ha dicho su última palabra. No sé ustedes, pero a mí esa mujer me da más miedo que Cruella de Vil.