Cuando acierta, acierta

Alex de la Iglesia (Bilbao, 1965) se ha echado encima cierta fama de empezar muy bien sus películas, irse perdiendo por el camino y acabarlas de cualquier manera, generalmente con un largo y pirotécnico final. Cuando las cosas le salen bien, le salen muy bien, y prueba de ello son películas suyas como El día de la bestia (1995), Muertos de risa (1999), La comunidad (2000) o Balada triste de trompeta (2010). Y cuando no le salen tan bien, hay que conformarse con Crimen ferpecto (2004), Las brujas de Zugarramurdi (2013) o Mi gran noche (2015), que empiezan de maravilla, se van deshilachando a medida que avanzan y terminan a lo bestia, con la gran traca habitual. Eso sí, las películas de Alex (y su guionista habitual, Jorge Guerricaechevarría) nunca resultan aburridas, y hasta en las menos logradas hay grandes momentos.

Tenía yo curiosidad por ver cómo le habría salido su última aventura cinematográfica, El cuarto pasajero, sobre todo después de un largometraje, Veneciafrenia, que no había visto, pero que no le había gustado absolutamente a nadie. Por eso me acerqué a los Renoir y me la tragué una tarde de martes en compañía de una amiga (reconozco que también tenía ganas de ver cómo estaba Alberto San Juan, protagonista de la única película que me han dejado dirigir hasta la fecha, Haz conmigo lo que quieras, del 2004). La visita valió la pena. Aunque carece de segundas intenciones y se contenta con ser un film de humor, lo cierto es que esta vez Alex y Jorge no han perdido el oremus durante la escritura del guion, y aunque el final se desarrolla con la pirotecnia habitual (en este caso, un monumental atasco de carretera), la experiencia audiovisual resulta asaz satisfactoria. Pesadilla claustrofóbica, El cuarto pasajero transcurre principalmente en un coche compartido que va de Bilbao a Madrid. Hay una historia de amor, complicada pero divertida (entre San Juan y Blanca Suárez). Hay un hippy (Rubén Cortada) que se ha apuntado a la expedición mostrando una foto de su primo, para que no lo vetaran. Y, sobre todo, hay un liante máximo (Ernesto Alterio) que es de los mejores personajes en toda la carrera del cineasta vasco, un cantamañanas desfachatado que se las apaña para convertir lo que debía ser un trayecto de lo más normal en lo más parecido a una experiencia terrorífica.

En El cuarto pasajero no hay voluntad alguna de descubrir la pólvora. Lo que ves es lo que hay: una comedia de sonrisa permanente y carcajada esporádica que no aspira a ser más de lo que es, un par de horas de entretenimiento basadas en lo que De la Iglesia mejor domina: una idea base que luego puede desarrollarse más o menos bien. Con El cuarto pasajero, las cosas han salido francamente bien y no sale uno del cine con la impresión de haber asistido a la puesta en escena de un guion que se iba deteriorando a medida que avanzaba el metraje. Menos ambiciosa que sus grandes películas de los años 90, El cuarto pasajero es una correctísima comedia que se apoya en un guion que funciona y unos actores que están estupendos en sus respectivos papeles. Puede que los fans de El día de la bestia la encuentren poco ambiciosa, pero a mí me parece una película tramada con mucha inteligencia y encaminada a hacer pasar un buen rato al espectador. Como ya es marca de la casa, no hay aquí sitio para el aburrimiento. Puede que solo estemos ante un producto de artesanía, pero condenadamente bien hecho. Y pocos cineastas españoles pueden presumir de no haber aburrido jamás a nadie.