Esta semana se supo que la Academia del Cine Español piensa otorgarle un Goya de honor a Carlos Saura (Huesca, 1932) en reconocimiento a su larga y brillante carrera (más de cuarenta películas rodadas desde Los golfos, de 1960). No hay duda de que se lo merece, pues es uno de los pocos cineastas españoles conocidos internacionalmente, dada nuestra escasa habilidad para promocionarnos, que solo nos permite situar en el mapa global a un director cada treinta años aproximadamente (a mí solo me salen tres: Buñuel, Saura y Almodóvar). Saura lo logró con una serie de películas que empezó con el franquismo aún en marcha, continuó con la hoy denostada transición y siguió en la democracia, sin que el cineasta, a sus 90 años, dé la menor señal de querer jubilarse (se habla de una película sobre Picasso a rodar este año).
Su encuentro con el productor vasco Elías Querejeta (Hernani, 1934-Madrid, 2013) resultó providencial. A partir de Peppermint frappe (1967), ambos formaron un tándem imbatible a la hora de fabricar unas películas claramente antifranquistas que, gracias a la incompetencia de los censores --que ya se había puesto de manifiesto con cintas como Viridiana, de Luís Buñuel, o El verdugo, de Luís García Berlanga-- conseguían rodarse sin excesivos problemas y viajaban con éxito a festivales extranjeros. El apoyo de Francia fue fundamental para Carlos Saura, quien recibió dos veces el premio especial del jurado en Cannes, con La prima Angélica (1973) y Cría cuervos (1977), de la que hasta triunfó entre la progresía (lo recuerdo de mis viajes a París) la canción de José Luís Perales cantada por Jeanette Porque te vas (son innumerables los hogares progresistas en los que me encontré ese single que convirtió paradójicamente a Perales en un autor concienciado). Querejeta representó como nadie la figura del productor ideal, figura que hoy se echa bastante a faltar y que consiste en involucrarse a fondo en la obra de un autor y ayudarle a prosperar (según el difunto Bigas Luna, toda película debía tener un padre, el productor, y una madre, el director). Durante un montón de años, el tándem Querejeta-Saura funcionó como un reloj suizo.
El cine de nuestro hombre fue evolucionando según su entorno, y el antifranquismo solapado inicial dio paso a nuevas propuestas, menos políticas y más psicológicas, como Ana y los lobos (1972) y su secuela, Mamá cumple 100 años (1977), con una Rafaela Aparicio que se salía literalmente de la pantalla. Y aunque llegó un momento en el que, inevitablemente, nuestro hombre empezó a ser visto como alguien ligeramente pasado de moda, él siguió a lo suyo sin que la situación lo afectara, con una actitud admirable de baturro intelectual que no está dispuesto a tolerar que lo marginen: hizo bien, pues salvo algún derrape aislado, ha mantenido siempre el interés de sus propuestas.
Conocí a Carlos Saura a principios de 1981 en Los Ángeles, supongo que, en algún acto relacionado con el cine español, pues se acercaba la fiesta de los Oscar. Actué con timidez, pues temía que el autor de películas tan serias fuese también una persona terriblemente severa, seria e imponente. Nada más lejos de la realidad: Saura era un tipo extremadamente simpático que no te daba la chapa antifranquista y prefería hablarte de su amor por las motocicletas, en especial las Harley Davidson. Y lo sigue siendo, como he comprobado cada vez que me lo he cruzado a lo largo de los últimos cuarenta años (me pasó lo mismo con su hermano pintor, Antonio, del que me habían dicho que tenía muy malas pulgas, pero que resultó ser otro personaje encantador cuando lo conocí en Cuenca a mediados de los 80).
El Goya para Carlos Saura es una buena noticia para el cine español y hasta para mí, que aprecio su obra y su manera de ser, aunque solo lo conozca de forma muy superficial y esporádica. ¿Se puede ser algo mejor que un buen tío que hace buenas películas?