Reestructuración y transparencia
Se murió cuando, prácticamente, nos habíamos olvidado de él, protagonizando uno de esos fallecimientos que, invariablemente, consiguen que alguien se pregunte: “Ah, ¿pero aún estaba vivo?”. Mijaíl Gorbachov (Privolnoye, 1931 – Moscú, 2022) fue el último mandamás ruso en el que Occidente pudo tener algo de confianza. Luego vino Boris Yeltsin, aquel señor tan simpático y campechano que se agarraba unas tajadas de capitán general que le pusieron en más de algún brete (como cuando se quedó frito en el avión presidencial y la comitiva que le esperaba en el lugar de llegada, que ya no recuerdo cuál era, se tiró un buen rato esperando a que se despertara y se quitara las legañas). Y ahora nos tenemos que apañar con un gánster y matón al que le da por invadir países vecinos y cortarnos el gas para amargarnos la existencia.
A Gorbachov le debemos, entre otras cosas, las únicas dos palabras en ruso que sabemos lo que significan, Perestroika (Reestructuración) y Glasnost (Transparencia), dos conceptos que Putin ha entendido a su manera: ayudar a los que le hacen el caldo gordo mientras elimina a los que le molestan y opacidad absoluta hasta cuando un petrolero al que no apreciaba mucho se cae misteriosamente por la ventana del hospital donde lo atendían (como hemos visto recientemente con un ejecutivo de Lukoil). La visión que se tiene del difunto, como también hemos podido comprobar tras su óbito, es muy diferente en su país y fuera de él. Los occidentales, en general, le consideramos un tipo bienintencionado que intentó traer algo parecido a la democracia a la extinta Unión Soviética, mientras que muchos de sus compatriotas lo tildan de traidor, desgraciado, vende patrias y cosas peores. Empezando por el propio Putin, que se ha negado a rendirle funerales de Estado, limitándose a acercarse a echarle un vistazo al cadáver (yo creo que para cerciorarse de que estaba muerto) y a no acudir a su entierro oficial.
No soy un experto en política internacional, ni mucho menos en asuntos rusos, pero siempre he tenido la impresión de que el pobre Mijaíl intentó una misión imposible: instaurar una democracia en su país. Algo muy difícil en un sitio en el que nadie sabe lo que es una democracia porque nunca la ha conocido. Cuando has pasado de los displicentes zares a los implacables comunistas, no tienes ni idea de en qué consiste la democracia. Y luego, claro, aparece un agente del KGB con delirios de grandeza, se hace el amo, consigue que lo voten (a él o a su perro fiel, Dimitri Medvedev) y se eterniza en el poder reivindicando la URSS, confraternizando con los curas y fabricándose un personaje a medio camino entre Nicolás II y Stalin. Tal como es Vladimir Vladimiróvich, podemos considerarnos afortunados de que no haya escupido sobre el difunto Mijaíl en su rutinaria visita a su predecesor.
A Gorbachov le tocó lidiar con el hundimiento de la URSS y algunos pensamos que hizo lo que pudo al respecto, que, a diferencia de Putin, supo entender cuál era el papel que le tocaba jugar a su país tras la caída del muro de Berlín. De hecho, fue el espejismo de una Rusia que nunca llegó a existir.