Pocos cineastas contemporáneos (yo diría que es el único) me irritan tanto como el australiano Mark Anthony Baz Luhrmann (Herons Creek, Nueva Gales del Sur, 1962). Aunque intento mantener una prudente distancia con sus películas, no sé cómo me lo hago, pero me las acabo tragando (casi) todas, ya sea enteras o en parte (esto es lo más frecuente). Le detesto cordialmente desde que me tragué su versión de Romeo y Julieta ambientada en época actual y con una banda sonora compuesta por lo peorcito del panorama musical del momento (más Leonardo di Caprio, que hacía lo que podía para que resultara mínimamente creíble su Romeo pandillero). Ahí pude comprobar que el señor Luhrmann se veía capaz de enmendarle la plana a cualquiera, hasta a William Shakespeare (me extrañó que Lawrence Olivier y Orson Welles no salieran de sus respectivas tumbas para abofetearle).
Previamente, nuestro hombre había rodado Strictly ballroom, un largometraje centrado en la danza y en los salones de baile del que aguanté veinte minutos por televisión antes de cambiar de canal. Me salté Moulin Rouge porque me temía lo peor, como me confirmaron algunos amigos más valerosos que yo. Me reincorporé a su magna obra con El gran Gatsby, donde la víctima ya no era Shakespeare, sino el pobre Scott Fitzgerald. Recordaba con sumo agrado la versión de los años 70 protagonizada por Robert Redford y Mia Farrow, que contaba con un guion modélico escrito por Francis Ford Coppola, con lo que el choque con aquel disparate del señor Luhrmann, amenizado con música anacrónica y un montaje histérico más propio de un videoclip (o, en el mejor de los casos, de un thriller del difunto Tony Scott), me sacó literalmente de quicio (creo que aguanté un cuarto de hora antes de huir despavorido y sintiéndome un tanto envilecido, así como experimentando cierta vergüenza ajena).
Cuando se atrevió a rodar una biopic de Elvis Presley, me juré no verla, pero me la acabé tragando entera por televisión hace unos días, puede que gracias a la interpretación del joven Austin Butler, que clavaba al difunto Elvis hasta en la forma de hablar. El resto no había por dónde cogerlo (aunque, por una vez, nos había ahorrado los anacronismos en la banda sonora, lo cual resultaba de agradecer). En más de dos horas media, comprobé que el señor Luhrmann había sido incapaz de ofrecer un retrato de Elvis que fuese más allá de los cuatro tópicos que todos conocemos de memoria. Por no hablar del retrato de su siniestro manager, el falso coronel Parker, del que lo único que averiguamos es que era holandés, muy mala persona y responsable en cierta medida de la prematura muerte del rey del rock. Todo ello, eso sí, explicado a la velocidad de la luz, con una cámara histérica y un montaje en el que ningún plano duraba más de dos segundos.
No negaré que hay cierta lógica en las elecciones profesionales del señor Luhrmann. Primero se cisca en Toulouse Lautrec y la belle epoque, luego la emprende con Shakespeare y Fitzgerald, y después, añadiendo al insulto la afrenta, la toma con el pobre Elvis, que ya no está entre nosotros para defenderse y, a ser posible, llevarlo a juicio. Tiemblo pensando en su próxima víctima. Y en que, me ponga como me ponga, acabaré viendo algún fragmento de su nueva película y subiéndome de nuevo por las paredes. ¿No les doy un poquito de pena?