Le ha costado un poco, pero parece que Barcelona empieza a reconocer la obra y el legado de uno de sus creadores más peculiares e interesantes, el cantautor galáctico Jaume Sisa. Hace unos días tuvo lugar un concierto de homenaje en el Grec, a cargo de las nuevas generaciones, y el ayuntamiento le va a conceder la medalla de oro de la ciudad. Sisa ha tenido algo más de suerte que su amigo Pau Riba, quien tuvo que esperar a morirse para que sus conciudadanos reconocieran mínimamente sus méritos (en España se entierra muy bien y en Cataluña no rige el hecho diferencial para esta clase de cosas): de la noche a la mañana, el pobre Pau pasó de ser un excéntrico y un colgao a ser reconocido como lo que siempre fue, un gran autor de canciones y un excelente poeta.
El concierto, diseñado por Ignasi Duarte (que ya le echó una mano a Sisa en la recopilación en dos volúmenes de sus textos, que publicó Anagrama), contó con la participación de gente como Quimi Portet, David Caraben, Roger Mas, Maria Arnal o María Rodés y concluyó con una aparición por sorpresa del homenajeado, que había amagado con no presentarse y que nunca tocó en directo su último álbum, en el que se centraba el tributo, Malalts del cel, broche de oro a su carrera que la resumía a la perfección. Supongo que acudirá a recoger la medalla municipal, y espero que lo haga con los mismos pantalones --ni cortos ni largos, sino todo lo contrario-- con los que apareció en el Grec, que eran de traca.
En realidad, a Sisa se le ha tomado tan poco en serio como al difunto Pau, pese a haber sido nuestro cantautor más original y carismático. Aquí, ya se sabe, nos va más la severidad pomposa de un Lluís Llach que el universo personal y decididamente excéntrico de alguien como Sisa, quien, desde su primer álbum, el fantástico Orgía, demostró que iba a su bola y que, si alguien se quería apuntar, era bienvenido. En los años del underground vivió su máximo esplendor y gracias a una canción, Qualsevol nit pot sortir el sol, empezó a ganarse esa fama de “entrañable” que tanto contribuye ahora a homenajes y galardones. No hay duda de que Sisa puede ser un tipo entrañable, sobre todo si lo conoces, pero esa condición no ocupa el centro de su producción, que incluye a su alter ego Ricardo Solfa, a quien casi nadie entendió, pese a grabar unos pocos discos formidables en los que se reinventaba la canción española desde Madrid, a donde se había fugado su creador para dar esquinazo al pujolismo rampante. A mí, Sisa me atrapó con Orgía y no me ha soltado desde entonces. Cuando conseguí pasar de fan a amigo con el que quedar a comer de vez en cuando, lo consideré un logro (y lo sigo considerando): como charnego, su catalanidad tan pura como autocrítica, me ha ayudado a comprender mejor la tierra en que nací.
Y de verdad me alegro del concierto homenaje y de la medalla de oro de la ciudad. Especialmente, porque aún le pilla vivo y puede, por fin, recibir algo de agradecimiento de una ciudad que, como él mismo ha dicho, es como su madre, pero que yo considero una madre que no se mata a la hora de reconocer el talento de los hijos que van por libre por la vida. Bienvenido sea el reconocimiento tardío, aunque haya sido a costa de convertir a nuestro hombre en “entrañable” y, en algunos casos, a considerarle el autor de una sola canción que sirve para un barrido y para un fregado, la ya inmortal Qualsevol nit pot sortir el sol.