Como todos sabemos (y padecemos), la socialdemocracia no vive sus mejores momentos en España, donde actualmente la representa un arribista con mucha potra llamado Pedro Sánchez al que soportamos, por ahora, porque las alternativas tampoco son como para echar cohetes. En Francia las cosas no están mucho mejor. Más bien al contrario: aquí el PSOE resiste, y ya dijo Cela que en España el que resiste, gana; pero en nuestro querido país vecino, el socialismo democrático se ha hundido hasta el cuello (recordemos los tristes resultados electorales de la pobre Anne Hidalgo, o la reciente ejecución política de Manuel Valls) y se ve obligado a integrarse en una especie de unión contra natura que atiende por NUPES (Nueva Unión Popular Ecológica y Social), comandada por Jean-Luc Mélenchon (Tánger, 1951), que no sé a ustedes, pero a mí me da bastante mala espina, tal vez porque me recuerda demasiado a los cerebros privilegiados de Unidas Podemos. Pero a la fuerza ahorcan, y lo que queda del socialismo francés se ha tenido que poner a ejercer de segundón de un demagogo como Mélenchon para hacerse la ilusión de que todavía existe y aún le queda algo de vida por delante, aunque sea formando parte de una sopa de letras que incluye todos los tópicos progresistas habidos y por haber (solo se han olvidado del feminismo, cosa que, francamente, no me explico). Si Mélenchon se sale con la suya, se convertirá en el primer ministro francés y podrá dedicarse en cuerpo y alma, intuyo, a hacerle la vida imposible a Emmanuel Macron, otro personaje que tampoco me fascina especialmente (es un pijo y un enarca y se le da fatal empatizar con el populacho), pero al que he otorgado la categoría de mal menor porque, lo confieso, no soporto al señor Mélenchon.
Tengo mis motivos. Lo he visto en acción por la tele, frecuentemente gritando o largando unos comentarios de un demagógico que raya en lo ofensivo (a la inteligencia). Me he reído con los chistes crueles a su costa que me han contado amigos franceses. Ni siquiera el hecho de que su abuelo, Antonio Melenchón, naciera en Mula, provincia de Murcia, consigue hacérmelo más simpático o más cercano. Su mera existencia me parece una señal de la desorientación de la izquierda europea, como me lo parecen Irene Montero o Ione Belarra. El hundimiento del partido socialista en Francia se me antoja una muy mala noticia, casi tan mala como que Sánchez represente en España lo que queda de la social democracia, aquella gran ideología de la post guerra que, me da la impresión, entre todos la mataron y ella sola se murió.
De Mélenchon me revienta hasta el nombre de su partido, La Francia Insumisa, más adecuado para una revista de humor salvaje o una asociación de radicales antisistema que para algo que, en el fondo, no es más que un instrumento más del régimen para poner en práctica la vieja admonición de Celia Cruz: quítate tú pa ponerme yo. Las promesas de Mélenchon me suenan a falsas o, por lo menos, a quiméricas, a hablar por hablar. Y su idea de lo que tiene que ser la izquierda me resulta tan viejuna como la de sus homólogos españoles. Sí, ya lo sé, la única alternativa es Macron, que tampoco es como para dar saltos de alegría. O Marine Le Pen, que me da una grima muy similar a la que pueda generarme Macarena Olona. Como socialdemócrata rancio, lo único que puedo hacer en España y en Francia es darme a todos los demonios. Cosas de nosotros, los carcamales del régimen del 78.