El ministro de la Presidencia del Gobierno de España, Félix Bolaños, se presentó en la sede de la Generalitat cuando aún no había terminado la semana en la que el escándalo por el presunto espionaje a decenas de personas del ámbito independentista adquirió temperaturas próximas a la ebullición. Poco importó que fuera domingo y que el panorama no esté precisamente despejado en la Moncloa, con muchos e intensos asuntos encima de la mesa. Cuando algo así sucede, no cabe negar la buena voluntad por parte del Ejecutivo central en ponerse manos a la obra para intentar resolver una cuestión en la que la transparencia ha brillado por su ausencia.
Sin embargo, la mochila de Bolaños no iba cargada con más elementos además de esa disposición. Tras el encuentro con Laura Vilagrà, su anfitriona en el Govern, compareció no más de un cuarto de hora ante la prensa, pero pronunció la palabra diálogo no menos de una docena de veces. No cuesta imaginar las ocasiones en las que la repitió delante de la consellera, con la que departió durante más de dos horas. Y el problema fue que, por un lado, no era eso lo que esperaba su interlocutora, sino medidas algo más concretas que ponerse manos a la obra para saber qué ha sucedido.
Y, por el otro, que ante cuestiones clave como la posible depuración de responsabilidades, Bolaños guardó un silencio tan prudente como sospechoso. Contribuyente, por lo tanto, a elevar si cabe aún más las suspicacias. Si solo se trataba de calmar los ánimos, pero sin una oferta demasiado firme, quizá hubiera sido más conveniente retrasar algo la cita y acudir a ella con mejores cartas. Sin embargo, durante los próximos días hay votaciones importantes en el Congreso y aunque a Bolaños le parezca inconcebible que siquiera un grupo de la Cámara no apoye las medidas del Consejo de Ministros, otros no parecen pensar de la misma manera.