Vigencia del pelotazo
Como si no tuviera bastante con las condenas del caso Gürtel, Alberto Núñez Feijóo tiene que pechar también con un nuevo problema, que afecta en este caso a la villa de Madrid e, indirectamente, a su alcalde, el señor Martínez Almeida. Se trata del pelotazo que pegaron Luís Medina y Alberto Luceño, dos jóvenes emprendedores a más no poder, con la venta de material sanitario a la capital del reino en los peores tiempos de la pandemia, cuando costaba Dios y ayuda hasta hacerse con un cargamento de mascarillas en condiciones. Recurriendo a un amigo malayo, el señor Luceño, cerebro de la operación, les endilgó a los madrileños un material en parte defectuoso con el que se asignó una comisión de seis millones de euros (aunque a su partner in crime le dijo que el pelotazo era bastante menor), que invirtió en alegrías de nuevo rico como un chalé en Pozuelo de Alarcón, unas vacacioncitas en Marbella, unos cuantos pelucos de la acreditada marca Rolex y varios haigas de postín, entre los que no faltaban ni un Ferrari ni un Lamborghini (actualmente, está todo embargado por la justicia; su socio, hermano del actual duque de Feria e hijo de la rutilante socialité Nati Abascal, se conformó con un yate que, si no me equivoco, también le han soplado).
Quien creyera que la llamada cultura del pelotazo había pasado a la historia acaba de descubrir que sigue plenamente vigente. Y que, una vez más, vuelve a manifestarse en predios controlados por el PP. Se habla de un primo de Almeida como participante en el supuesto atraco, ¡y aún colea lo del hermano de Ayuso en otra trapisonda relacionada con el coronavirus! Así me reciben en Madrid al pobre Feijóo: como para clamar "¡Si lo sé, no vengo!".
Aunque todo parece indicar que el cerebro de la operación era el señor Luceño, no da la impresión de que estemos ante un genuino representante de las fuerzas del mal y del capital como aquel profesor de ESADE que tan sabiamente asesoró a Iñaki Urdangarín cuando a éste le dio por ganarse la vida por su cuenta y a costa de los demás. La biografía de Alberto Luceño consiste en una serie de trabajitos no muy lucidos, en cierta fama de cantamañanas y en un video hilarante en el que se le ve hablando de ética y moral ante un auditorio de aspirantes a masters of the universe. Su manera de gastarse los monises levantados al Ayuntamiento de Madrid tampoco parece la más adecuada para pasar desapercibido y adoptar eso que los anglosajones describen como un low profile: ¡venga casoplón, venga Marbella y venga Ferraris! En cuanto a su catadura moral, el hecho de ser capaz de engañar hasta a su compañero en la picaresca deja al señor Luceño a la altura del betún. Y lo mismo puede decirse del empresario malayo que le endiñó un material defectuoso a sabiendas, pero a ése me parece que ya le podemos echar un galgo...
Da la impresión de que el señor Luceño solo pensaba en hacerse rico como fuera. Y lo logró. Durante un tiempo, dado que sus chapuzas no tardaron mucho en ser descubiertas. En fin, fue bueno mientras duró, aunque, de hecho, solo fuera una fantasía de lujo y supuesto glamur vivida entre Pozuelo y Marbella y al volante de un Ferrari. Ni se le pasó por la cabeza un fin de semana en Venecia o París, que te otorga un plus poético, sobre todo si es fuera de temporada. El cantamañanas no podía ser más vulgar y simplón: con una casa en un suburbio pudiente de Madrid, una estancia en Marbella y unos cuantos cochazos iba que se mataba. Qué tiempos éstos, en los que ni los estafadores carecen del más mínimo detalle simpático. Francamente, me quedo con Ronald Biggs. Y hasta con el Dioni, si me apuran.