Condenado a la irrelevancia
Quim Torra no se resigna a la irrelevancia en la que se halla inmerso desde que lo inhabilitaron. Intuyo que se aburre como una seta en ese palacete de Girona que hemos puesto a su disposición y en el que no sabemos muy bien qué hace (al igual que los demás expresidentes de la Generalitat, por cierto), y por eso aprovecha la menor oportunidad de darse pisto. Pujol, que se quedó sin despacho, emplea sus últimos años de estancia en el planeta en intentar blanquear su deteriorada imagen (le va a costar, y más cuando empiece el juicio contra él y su lamentable familia). El pobre Maragall bastante tiene con su funesta enfermedad. Montilla sigue en activo de lo que haga falta, aunque no renuncia a los chollos derivados de su paso por el gobierno regional. Mas está muy ocupado evitando embargos y esquivando a acreedores mientras espera a que llegue el verano para gorronearle el yate a su único amigo conocido, el voluntarioso Vilajoana). Puigdemont se rasca los cataplines a tres manos en Flandes mientras insiste en que, como el personaje de la novela de Marsé, un día volverá. ¿Y Torra? ¿Qué hace Torra en su palacete? ¿Y cómo es él? ¿Y a qué dedica el tiempo libre, que de eso le sobra?
Pues, básicamente, a esperar a que la justicia española se fije en él para hacer como que se indigna, tuitear contra su (mal que le pese) país y montar numeritos de su estilo, con mucha alharaca y escasa repercusión. Hace unos días fue convocado por el juez para dar explicaciones sobre la segunda de sus ridículas desobediencias, consistentes todas en colgar pancartas que no debe y acabarlas retirando tarde, tras hacerse el machote ante las primeras advertencias de la justicia. No se presentó y nos lo explicó a todos, incluidos los que no le habíamos preguntado nada porque a día de hoy seguimos dudando si, como decía Groucho Marx en una de sus películas, ese hombre existe o es que nos ha sentado mal la cena. Consumada la machada, de vuelta al despachito gerundense a seguir trabajando por la independencia a su manera, que consiste, como es del dominio público, en no hacer nada que vaya más allá de la habitual emisión de exabruptos.
El hombre presentó su inasistencia al juzgado como un acto de valor sublime, pero lo cierto es que no tenía ninguna obligación de presentarse y que nadie lo va a perseguir por su supuesta hazaña de hombre libre. El asunto podía gestionarse sin que estuviera presente y bastaba con la presencia de su abogado. Así pues, como ese día no debía de haber quedado con ningún mafioso ruso ni con ningún narcotraficante gallego, Gonzalo Boye se encargó de hablar en nombre de nuestro Quim (hablamos de un estricto leguleyo que elige cuidadosamente a sus representados, quedándose siempre con lo mejor de cada casa) y, en su condición de enemigo del estado que debería ser deportado a la mayor brevedad posible, echó pestes de España, se le escuchó con infinita paciencia y se puso punto final al acto, que no será el último al respecto.
Llegará un momento en el que Torra tendrá que presentarse ante el juez. Y tras las inevitables quejas y protestas iniciales, se acabará presentando porque no es más que un bocachancla que no sirve ni servirá ni ha servido nunca para nada que no sea meter cizaña y perseguir quimeras bien remuneradas. Y porque, metido todo el día en el palacete de Gerona, mano sobre mano y sin más futuro que la generosa pensión que le ha sido otorgada, agradecerá una excursión a Barcelona, las inevitables entrevistas-masajes en TV3 y la posibilidad de hacerse la ilusión de que todavía pinta algo. Si tiene suerte, igual lo llevan esposado los Mossos d´Esquadra hasta el juzgado, pero lo más probable es que tenga que llegar por su propio pie. Sic transit gloria mundi. O algo parecido.