Entre Jesucristo y Espartaco
Todos estamos al corriente de los problemas experimentados en Australia por el tenista serbio Novak Djokovic (Belgrado, 1987) a causa de su resistencia a vacunarse contra el Covid-19 con la excusa de que ya sufrió la enfermedad y la superó sin especiales quebrantos. Encerrado en un hotel de Melbourne, mientras escribo estas líneas, el señor Djokovic espera a ver si las autoridades del país le dejan jugar en el torneo al que se había presentado o si lo deportan por negarse a cumplir las reglas nacionales relativas al coronavirus. Hasta ahí, lo que podríamos denominar un simple contraste de pareceres. Ante la coyuntura, la humanidad podría haber optado por callarse o por emitir una opinión ponderada y legalista, que es lo que ha hecho Rafa Nadal, pero ha preferido, que es lo que se lleva ahora, montar un gran cirio en torno a la situación del tenista. Los colectivos provacunas y antivacunas están a la que salta y no pierden ninguna oportunidad de arrojarse mutuamente al cuello, aunque hay que reconocer que los provacunas, en línea con Nadal, se han mostrado bastante más discretos que los antivacunas, limitándose a decir que las normas están para cumplirlas y que Djokovic no tiene ningún derecho especial a hacer lo que le salga de las narices por ser un deportista de élite. Los antivacunas, por su parte, han encontrado un casus belli al que agarrarse en su particular cruzada, empezando por el padre de la criatura, quien no ha tenido empacho en comparar a su chaval con Jesucristo y con Espartaco y a definirlo como un campeón de la libertad y el individualismo enfrentado a políticos intolerantes y, ya de paso, un poco racistas, pues todo el mundo sabe que los serbios nunca han gozado de muy buena prensa en el mundo libre (aunque hay quien piensa que se lo han ganado a pulso a lo largo de la historia).
Las redes sociales, evidentemente, se han sumado rápidamente al jolgorio y ya andan divididas entre partidarios y detractores del tenista, al que han convertido, respectivamente, en un héroe de la libertad y en un irresponsable insolidario al que se la pelan sus semejantes. Cualquier oportunidad es buena hoy día para zurrarse mutuamente la badana en Twitter y Facebook, y la que ofrece Djokovic es de las mejores. Donde yo solo veo a un millonario caprichoso que no se quiere vacunar sin ofrecer a cambio un motivo de peso, ya hay quien ve, dependiendo de su manera de pensar, al nuevo Espartaco que encabeza un movimiento de rebelión vírica o a un enemigo del pueblo capaz de contaminar a media Australia con su mera presencia en Melbourne.
El sector más magufo de los antivacunas se ha cabreado especialmente con Rafa Nadal, aunque a mí me parece que lo que ha dicho es de una sensatez y un fatalismo notables: hay unas normas y hay que cumplirlas, querido Novak; y si no te gustan, ya te puedes volver a Serbia a hacer de Espartaco en casa, donde tal vez hace especialmente falta esa actitud. Las reglas del gobierno australiano se pueden discutir, pero hasta cierto punto. Y yo diría que, te gusten o no, hay que acatarlas.