La jefa se jubila
Llámenme iluso, pero durante los dieciséis años que Angela Merkel ha estado al timón de la siempre precaria nave europea, yo me he sentido razonablemente seguro. Ya sabía que no era precisamente de izquierdas y que no posaba de progresista, sino que pertenecía a un partido democristiano con fama de meapilas (como la Unió de Duran i Lleida, pero en serio, para entendernos) y que tenía cierta tendencia a barrer para casa y a no mostrarse muy empática con sus vecinos del sur (aunque sin llegar a las cotas de grosería de su colega holandés, Mark Rutte, un lamentable perdonavidas), pero había algo en ella que me transmitía cierta tranquilidad, algo que eran incapaces de proporcionarme los gobernantes españoles de izquierdas y de derechas. Le veía un aire de maestra severa, pero justa, que intentaba desasnar a su clase con discreción y algo que no suele figurar en la agenda de casi ningún político: la buena intención, que igual le venía de su padre, el reverendo. Puestos a llevar la voz cantante en Europa, siempre he pensado que lo mejor que nos puede pasar es que esa tarea recaiga en los alemanes, gente organizada que, tras el molesto episodio de insania colectiva en torno a Adolf Hitler y perder por goleada la Segunda Guerra Mundial, se las apañaron muy bien para ganar la paz y hacerse imprescindibles (basureando un poco de esta manera a los franceses, que siempre han tenido ganas de mangonear Europa y siempre se han quedado con las ganas). Lo pensaba de la misma manera que creo que, en España, el jefe de la patronal siempre tiene que ser un catalán y el de la banca, un vasco. Certezas todo lo discutibles que ustedes quieran, pero con las que uno ha ido tirando durante los últimos tiempos.
La jefa se jubila y ya empiezo a echarla de menos: aquella cara inexpresiva de mosquita muerta, esos atuendos como de recién salida de La Tienda de Lolín, esa bendita costumbre de no levantar nunca la voz, como si siempre estuviera en la iglesia, esa actitud a medio camino entre la cara de yo no fui de la canción de Rubén Bludes y la de alguien que pasaba por ahí. Durante sus 16 años al mando, la buena señora se ha tenido que tragar un número nada desdeñable de marrones, pero te los explicaba de una manera que, no sé cómo, conseguía que te pareciesen superables. Vamos, que era como si tu tía Angelines, mujer cabal y algo aburrida, hubiese llegado a presidenta de tu comunidad de vecinos y se las apañara muy bien para mantener la paz doméstica en el edificio.
Me consuela el hecho de que se va a su manera, pues ella es la primera en reconocer que no sabría qué hacer con tanto tiempo libre. De momento se ha hecho con un despachito en la avenida Unter den Linden (qué bonito nombre: Bajo los Tilos), se ha puesto a disposición de su sucesor como consultora esporádica de temas nacionales y europeos y anuncia la redacción de sus memorias políticas, a escribir a medias con una muy cercana colaboradora de los últimos años. Tengo una amiga que compartió con ella mesa y mantel hace unos años y que me dijo que le había parecido una señora muy amable y bastante culta que hablaba un correcto inglés y que no dijo ni una sola tontería durante todo el ágape. Puede que eso no sea gran cosa, pero a mí ya me basta. Sobre todo, porque no puedo decir lo mismo de la mayoría de quienes se dedican a la política en mi querido país. Uno cada vez se conforma con menos.