Los peligros de ir por libre
No hace falta ser Cayetana Álvarez de Toledo (Madrid, 1974) para darse cuenta de que pasar por Oxford para acabar en un partido político cuyo secretario general es el campeón mundial de lanzamiento de huesos de aceituna con la boca (creo que el amigo Teodoro tiene el récord en once metros y medio, ¡bien por él!) no puede ser una experiencia totalmente satisfactoria. Ni para ti ni para quienes te rodean, sobre todo cuando publicas un libro en el que no salen muy bien parados (Políticamente indeseable, actual best seller de no ficción) y parecen ponerse todos de acuerdo para señalarte la puerta de salida y pedirte --en algunos casos, de manera más bien grosera-- que te largues con la música (y el cerebro, órgano que se les antoja sobrevalorado) a otra parte.
En esa molesta situación se halla la señora Álvarez de Toledo, quien, por cierto, no parece tener la menor intención de satisfacer a sus detractores, aunque eso la arroje en brazos de Isabel Díaz Ayuso, que no es precisamente Albert Einstein, aunque constituya la amenaza más evidente para el precario liderazgo de ese aprendiz de Aznar que es Pablo Casado.
Tiene Cayetana fama de altiva y sobrada, y yo diría que ella misma la cultiva, aunque no sé si voluntariamente o si le pasa algo parecido a lo que le ocurría a Manuel Valls, un tipo tratable y con sentido del humor en la distancia corta que se venía arriba cuando le ponían un micro delante y acababa dando una impresión de sí mismo que no coincidía con la realidad (le traté un poco durante su breve estancia barcelonesa y les aseguro que el Valls de las cenas era mucho más interesante que el de las soflamas vía micrófono).
Por lo (poquísimo) que conozco a Cayetana, yo diría que su caso es muy parecido al de Valls: ambos son personas preparadas e intelectualmente superiores a la mayoría de sus compañeros de oficio y no se molestan en ocultarlo. Y eso es algo que en la política española se acaba pagando: a Valls lo echamos con cajas destempladas en cuanto pudimos, mientras que, a Álvarez de Toledo, que debería ser la gran esperanza blanca de la derecha civilizada, la estamos echando de un partido cuyo líder acude (él dice que por error) a misas por el eterno reposo del Caudillo.
Yo a Cayetana solo la conozco de una cena que tuvo lugar hace unos pocos años y en la que también estaban su entonces marido, Joaquín Güell, Miriam Tey y Félix Ovejero. La recuerdo como una comensal ingeniosa que pillaba todos los chistes, que no quería convencerte de nada, que no fardaba ni de sus estudios universitarios británicos ni de sus títulos nobiliarios y que, simplemente, tenía sus propias ideas sobre el futuro de España, con las que podías estar de acuerdo o no (o con unas sí y otras no), y que escuchaba las tuyas sin mirarte por encima del hombro (como parece que hace a veces ante un micrófono periodístico).
Uno ha tratado con los suficientes tarugos de derechas y de izquierdas para darse cuenta de que Cayetana no forma parte de ese colectivo que antes era una exclusividad de la derechona y ahora se ha extendido preocupantemente por lo que en la actualidad entendemos en España por izquierda. Yo, de ella, trasladaría el tono que se gasta en las cenas con amigos a su presencia pública, aunque me reservaría el tono marquesonil para quienes se lo merecen, que son, en mi modesta opinión, los lazis y los fans del campeón mundial del lanzamiento de huesos de aceituna con la boca (¡a por los doce metros, Teodoro, que tú puedes, campeón!).
Los encuentros de Cayetana con representantes del lazismo siempre resultan de lo más estimulante. El último que presencié, en TV3 (¿dónde, si no?), fue de los mejores. Tuvo lugar en el inefable programa FAQS, obligando a su presentadora a sobreactuar en su contrariedad por tener frente a ella a semejante españolaza, interrumpiéndola constantemente no sé si por propia indignación o si para hacer méritos ante la empresa y el régimen y poniendo cara de que la recibía en su plató porque no le quedaba más remedio. Huelga decir que Cayetana no se arrugó ante la presión ambiental y que hasta le pudo soltar algún moco a ese maestro de periodistas que es Jordi Barbeta, entrañable compañero de estudios de quien esto firma. Pero el mejor se lo llevó la pobre Cristina Puig, quien le había facilitado un pinganillo para no tener que rebajarse hablándole en castellano y tuvo que tragarse el displicente comentario de la señora marquesa: “Por favor, no vamos a utilizar pinganillos entre españoles”.
Es en esos momentos impagables cuando mejor funciona el personaje de mujer altiva y sobrada que se ha fabricado Cayetana y del que, tal vez, debería prescindir en otras ocasiones. Ya sé que no soy nadie para darle consejos y que solo la conozco de una cena en la que ni siquiera pagué mi parte de la cuenta, pero reconozco que el personaje, con todas sus cosas, no solo me cae bien, sino que creo que podría tener un gran futuro en un país en el que no se llegara a secretario general de un partido político escupiendo huesos de aceituna que, de momento, van a parar al suelo, pero que algún día pueden acabar sacándole un ojo a alguien.