Por un sorbito de champagne
Para celebrar que se ha librado de la custodia y el control de su señor padre, Britney Spears, que llevaba catorce años sin beber, se ha tomado una copa de champagne. Las alarmas han saltado de inmediato entre sus fans, quienes temen que recaiga en el vicio que tantas veces la puso en evidencia en tiempos pasados. Ella ha venido a decir que un día es un día y que era el momento idóneo para darse una alegría. Y que, además, el restaurante en que se tomó la copa era muy bonito. Como la sigo en Instagram (no me pregunten por qué, ya que ni yo mismo lo sé muy bien), espero con ansia la foto del pimple celebratorio. Y es que me alegro por Britney, pues debe ser un latazo estar a punto de cumplir los cuarenta y no tener el control sobre tu propia existencia… Aunque ese control resultara dudoso antes de que te pusieran bajo la vigilancia de papá.
La pobre Britney lleva años echándose encima una notable fama de loca que ella misma fomenta (quiero creer que involuntariamente) con las cosas que cuelga en las redes sociales. Hace unas semanas le dio por colgar fotos suyas en pelotas, aunque sin descuidar las imágenes en que se la ve con la mirada perdida o clavada en algún punto intermedio entre Ganímedes y Raticulín o los vídeos en los que baila sobre sí misma, cual danzarín giróvago de aquellos de los que hablaba Franco Battiato. Dichas imágenes remitían, inevitablemente, a sus años oscuros, que son también los más divertidos para los que nunca hemos apreciado en exceso su música. Hablo de la época en que se rapaba al cero, se tenía unas tanganas formidables con el padre de sus hijos (el bailarín Kevin Federline, también conocido como K-Fed), montaba unos cirios descomunales en su propia casa (para desgracia del vecino, que era George Clooney, por cierto) y era detenida por la policía o reducida por dos robustos paramédicos que la introducían en una ambulancia en dirección al loquero más cercano.
Uno observaba estas escenas con una mezcla de ironía, estupor y melancolía. Y es que uno, a su manera, siempre ha sido fan de Britney. No de sus canciones, sino de ella como personaje público y protagonista de videoclips sensacionalmente ridículos. El primero, Baby one more time, ya era de traca (con su fomento de esa parafilia tan extendida entre mis congéneres con los uniformes de colegiala), pero yo diría que alcanzó la gloria con el de Criminal, en el que le explicaba a su mamá que se había enamorado de un delincuente y empezaban a pintar bastos para ambos. A diferencia de Miley Cyrus, que pasó de niña adorable a zorrupia desquiciada, Britney siempre ha conservado esa inocencia de vecinita de enfrente (girl next door, que dicen los gringos) que a algunos (tarados) nos resulta enternecedora. Y cuando empezó la estrecha vigilancia de papá (no sé en qué se gasta el tal Jamie el dinero de su hija, pues creo que vive en un trailer park), la vecinita de enfrente se convirtió, directamente, en una de las hermanas Gish en el clásico del cine mudo Las dos huerfanitas. Yo no sé si la pobre Britney está del todo en sus cabales (tengo la impresión de que no), pero creo que tiene el derecho a hacer lo que le apetezca con su dinero y hasta volver a casarse con otro cantamañanas (que es lo que parece su actual novio, Sam Asghari). Tras años de porfía, la justicia la ha liberado (papá se olvidó de presentar como prueba en su contra los videos de Instagram, que son como para que te envíen al sanatorio ipso facto) y, para celebrarlo, se ha tomado una copita de champagne. No sé si es verdad lo de que un día es un día, pero tanto si es así como si vuelve a la torrija permanente, yo seguiré siguiéndola a distancia y pensando que es una chica encantadora.
¿Chochear, yo? Vamos a ver, ¿de dónde lo sacan?