El arte de tirar la piedra y esconder la mano
Llega al Hub Disseny de Barcelona la muestra The art of protest (El arte de la protesta), consagrada a Banksy, ese señor de Bristol que nadie sabe quién es (aunque un viejo estudio inglés lo señala como Robin Cunningham, lo cual da igual, ya que nadie sabe tampoco quién es ese tal Cunningham) y que lleva años dignificando el arte del grafiti, tan maltratado por la mayoría de artistas y aspirantes a serlo que se dedican a él. Es un misterio cómo ha sido capaz de ocultar su identidad durante tanto tiempo, si tenemos en cuenta que plasma sus creaciones en la calle y que con alguien se tiene que cruzar mientras está en ello, pero eso es lo que hay, lo cual no le ha impedido lucrarse, atraer la atención de críticos y coleccionistas y construirse una carrera muy meritoria. Más de 70 piezas de su autoría podrán verse en el barcelonés museo del diseño, junto a videos y demás aproximaciones al personaje, uno de los pocos artistas del grafiti que han conseguido dar el salto al mundo comercial (después de los difuntos Keith Haring y Jean-Michel Basquiat, que nunca se tomaron la molestia de ocultarse). Su principal discípulo vive también en Barcelona: es un italiano apodado TV Boy que tiene su gracia, aunque, a diferencia del maestro, no parece nadar en el dólar.
Banksy es, ante todo, un comentarista social, una especie de foto periodista que altera (levemente) la realidad para plasmarla de forma crítica y, al mismo tiempo, como se deduce de su éxito, comercial. En 2018, una de sus piezas se vendió en Sotheby's por más de un millón de euros. A modo de gamberrada conceptual, el hombre se las apañó para romperla a tiras con una máquina trituradora, consiguiendo así que subiera de precio y alcanzara en la siguiente subasta la bonita suma de más de 21 millones de euros. Oculto a plena luz del día, pero arropado por galeristas y abogados (que a la fuerza tienen que haberlo visto, aunque deben de haber firmado acuerdos de confidencialidad que más les vale respetar si no quieren perder el chollo), el señor Banksy se ha hecho millonario sin tener que hablar con nadie, lo cual resulta especialmente admirable en una época que se distingue porque todos lo queremos saber todo de todos. Como activista antisistema, evidentemente, no resulta muy convincente, dado que vive del capitalismo representado por los museos y los ricos que adquieren sus creaciones, pero, por lo menos, se escapa de las contradicciones que suelen cebarse con los fabricantes de arte político (gente como Santiago Sierra, para entendernos), esos creadores revolucionarios que solo pueden endilgar lo que hacen a los representantes del capitalismo con cierto complejo de culpa (Tatxo Benet, para seguir entendiéndonos).
Como la Pimpinela Escarlata o el Llanero Solitario, Banksy pinta en la calle lo que tenga que pintar y sale corriendo para que todo el mundo se pregunte quién es y qué pretende. Personalmente, creo que la broma, aunque es ingeniosa, ya ha durado lo suficiente y podría ir dejando paso a que el artista diera la cara y nos dijera si se llama, o no, Robin Cunningham. También se ha especulado con la posibilidad de que se trate de un creador reconocido en otro campo (había quien decía que Banksy era uno de los miembros del grupo Massive Attack). O de otro artista que no tiene nada que ver con la manera de hacer del grafitero de Bristol. O que se trate de un grupo de gente que ha adoptado colectivamente el nombre de Banksy. En cualquier caso, el tipo es interesante y la muestra de Barcelona vale la pena visitarla: cuando cualquier merluzo pretencioso con un aerosol puede dárselas de artista antisistema, da gusto ver las cosas de alguien que piensa y aporta su irónica mirada sobre una sociedad que se va deteriorando a ojos vista.