Juraría que la primera vez que se escuchó en España el sonido de ese instrumento griego parecido a la mandolina que es el bouzouki fue en la película de 1964 Zorba el griego, en la que Anthony Quinn, en uno de sus habituales papeles de sujeto larger than life, le daba unas lecciones de alegría de vivir a un inglés soso interpretado por Alan Bates. Mikis Theodorakis hizo por el bouzouki lo mismo que Anton Karas por la cítara en 1949 con la película El tercer hombre. Por el mismo precio, puso de moda el sirtaki, danza de la que nada sabíamos, y, en cierta medida, situó a su país en el mapa del espectáculo y de la cultura popular. Y aunque el hombre compuso mucho y bueno, me temo que todos le recordaremos por la música de Zorba el griego, que es, de hecho, una de las escasas aportaciones griegas a la música pop de la segunda mitad del siglo XX junto al grupo Aphrodite´s Child, del que saldrían Demis Roussos y Vangelis Papathanasiou (quien, tras deshacerse de su impronunciable apellido, triunfaría como autor de las músicas de películas como Blade runner o Carros de fuego).
Eso sí, a diferencia de Demis y Vangelis, el señor Theodorakis (1925--2021) tuvo una carrera paralela como político, precedida de su participación en la resistencia contra los nazis y un exilio en París: unido de joven al partido comunista, acabó adoptando posturas de derecha moderada, como si quisiera seguir a pies juntillas ese dicho según el cual si no eres comunista de joven no tienes corazón, pero si lo sigues siendo de viejo, lo que no tienes es cerebro. Con el tiempo también él, como Anthony Quinn, se convirtió en un personaje larger than life, en una figura institucional, en un tesoro nacional, en el único compositor griego mundialmente conocido y en una de esas personas que, cuando se mueren, siempre hay alguien que pregunta: ¿pero no llevaba años difunto?
Dejaré para otros la tarea de comentar su talento compositivo, dado que no conozco a fondo su obra, y le agradeceré eternamente haberme hecho descubrir el sonido del bouzouki, que luego encontré en discos de Cat Stevens o The Incredible String Band y que tiene la virtud de ponerme siempre de buen humor, aunque también sirve para la melancolía o para eso que Erik Satie definía como désespoir agréable. En este último registro, no puedo dejar de citar la canción de Theodorakis La luna de miel, una de las cosas más tristes que me he echado a las orejas en la vida, ya sea en la versión de Gloria Lasso o en la de mi amigo Ricardo Solfa.
Soy consciente de que lo suyo hubiera sido un homenaje al humanista, político y compositor griego más popular del siglo XX, pero uno es como es y acaba como acaba: dando la chapa con el bouzouki, metiendo en el fregado a Demis Roussos y Vangelis y recordando un viejo hit de una cantante fallecida hace años (ahora que lo pienso, creo que La luna de miel también la interpretó Dalida… pero también está muerta). En fin, si algo le debo al difunto Theodorakis es la emoción sentida en su momento con el sirtaki de marras, que acabo de revivir hace un rato tecleando sirtaki en YouTube y tragándome diez minutos de baile en un teatro de no sé dónde (ni me importa): la cosa empieza con dos tíos bailando en el escenario como Quinn y Bates en Zorba el griego, luego se va añadiendo gente hasta que da la impresión de que hay 400 personas bailando el sirtaki más grande del mundo. Suena cursi, lo sé, pero les aseguro que emociona (o que empiezo a estar gagá, una de dos).