¡Salvemos a Britney!
Con Britney Spears (McComb, Misisipi, 1981) no hay términos medios: o estás con ella o estás contra ella. Yo, por motivos que no acabo de entender muy bien, he decidido ponerme de su parte desde aquel lejano día de 1999 en el que vi por primera vez el videoclip de Baby one more time, donde, como recordarán ustedes, aparecía disfrazada de colegiala guarrilla para alegría de todos los pervertidos del mundo que comparten esa inocente parafilia. La canción, no lo voy a negar, era una memez considerable, al igual que el resto de su repertorio, pero esta mujer siempre ha tirado adelante con un material infame, aunque de grandes resultados comerciales. De todas las divas que se disputan últimamente el interés de la juventud –corren malos tiempos para el rock & roll, que cada vez parece interesarle menos a nadie, como suelo insistir cuando me da por ponerme serio–, considero a Britney la más modesta, la más mona y, sin duda alguna, la menos pretenciosa. Bajita (un metro sesenta y tres), rubia y redondita, Britney se ha limitado a defender dignamente su indigno e indefendible repertorio de manera tan vehemente como estoica, cosa que le ha ganado la simpatía de quien esto firma y de muchos más, cansados todos de lo sobradas que van Madonna, Lady Gaga, Beyoncé y demás señoronas del mundo pop, responsables de haberse ciscado a gusto en el rock y haberlo retrotraído al mundo de las varietés.
Britney es noticia desde hace tiempo por la tangana que mantiene con su señor padre, Jamie, que es su tutor legal y no le deja dar ni un paso sin su permiso con la excusa de que la niña no acaba de estar del todo bien de la cabeza. Bueno, en realidad, hace tiempo que la salud mental de Britney da qué hablar. Y si no, que se lo pregunten al pobre George Clooney, su vecino años ha, que acabó hasta el tupé de los cirios que montaba la muchacha cada noche y que solían concluir con la llegada de la policía. Era aquella época en la que Britney andaba a la greña con el cantamañanas de su ex marido, Kevin Federline, por la custodia de los hijos, cuando se cortaba el pelo al cero y le daba por gritar y había que sedarla y pasearla por Los Ángeles en ambulancia hacia la clínica más acorde con sus necesidades.
Luego pareció que se recuperaba, que había pasado una mala época y que la chaladura había remitido. Pero el férreo control de Jamie no remitía jamás, y así hemos acabado en los tribunales. Britney ha cambiado de abogado, ansía librarse del control paterno, quiere tener un bebé con su nuevo novio (no me la dejan ni reproducirse) y, sobre todo, disponer de su dinero, que anda congelado a petición paterna (no sé si el viejo vive a su costa, pero si es así, lo disimula bien, pues habita en una caravana más bien cutre). Siendo Britney como es, eso sí, se esmera en boicotearse a sí misma colgando unos vídeos en Instagram en los que baila como si estuviera poseída por Satán mientras menea la cabeza como la niña de El exorcista y clava en el espectador una mirada perdida que no acostumbra a darse en la gente exenta de problemas mentales. Para terminar de hundirse, acaba de colgar un vídeo en el que se cubre/frota los pechos desnudos mientras dibuja en su rostro muecas de orate.
Pero con Britney todo es una cuestión de fe. Yo he decidido estar de su lado y me da igual si está loca o no. Por eso dudo de la buena intención de Jamie y exijo que a esta mujer la dejen reproducirse y gastarse su dinero, que ya tiene una edad, y que no se tengan en cuenta sus vídeos de locatis. Caí en sus redes con el vídeo de Baby one more time y ahí sigo, tan a gustito.