Sacadme de aquí
Françoise Hardy (París, 1944) ya no puede más. Aquejada de un cáncer terminal, solicita que la quiten de en medio, con el apoyo de su marido, Jacques Dutronc, y su hijo, el también músico (aunque menos interesante que papá y mamá) Thomas Dutronc. El relato de su agonía pone los pelos de punta: dolores terribles contra los que ni la morfina se muestra eficaz, efectos secundarios del tratamiento devastadores, sensación de que esto se acaba y lo que queda va a ser espantoso. En Francia aún no está regulada la eutanasia y no se sabe cómo van a evolucionar las cosas. Uno de los dos iconos pop por excelencia de la década prodigiosa (el otro es, evidentemente, Marianne Faithfull, que está hecha una coca, pero resiste y sigue sacando discos with a little help from myr friends, que diría Ringo Starr) se despide de nosotros, los que siempre la recordaremos, joven y bonita, cantando aquello tan tierno de Tous les garçons et les filles de mon age se promennent la main dans la main, y que vemos como junto a su final se acerca también el nuestro. Ver morir a tus referentes es una señal de que pronto te tocará a ti y de que a lo único que puedes aspirar es a que la cosa se demore todo lo posible y se produzca, si puede ser, a lo José Luís Sampedro, que se tomó un Campari, se durmió y ya no despertó (creo que es mi muerte favorita: entrar en el sueño con el colocón instantáneo en el cerebro y el regusto en la boca del alcohol y la rodaja de naranja: me pregunto en qué consistió su último sueño).
Françoise Hardy fue mucho más que Tous les garçons et les filles, pero en España nos olvidamos bastante rápidamente de ella y quedó como un prodigio más de los sesenta de cuyas novedades solo se enteraban algunos. Pese a no proceder del ámbito anglosajón, gozó de cierto respeto en Estados Unidos (hay fotos suyas con Bob Dylan) y en el Reino Unido (no quiso acostarse con Brian Jones y se llegó a fabular sobre un posible romance con Nick Drake). Superada la fase juvenil, se las apañó para colaborar con compatriotas ilustres (sobre todo, el aquí desconocido Etienne Daho) y fabricar una serie de álbumes que crecían en empaque y seriedad al mismo ritmo que los de Marianne Faithfull. Casada con Jacques Dutronc –inolvidable como actor en L´important c´est d´aimer, de Andrzej Zulawski, como el patético marido cinéfilo de Romy Schneider-, la separación (nunca se divorciaron) no impidió que siguieran siendo una (extraña) pareja durante toda su vida. Ni de vieja perdió la belleza de sus años de esplendor, que, simplemente, se fue transformando: su imagen reciente, con el cabello blanco y la misma delgadez, tenía un componente casi sagrado.
Me viene a la cabeza una vieja canción de Lou Reed, Goodnight ladies, incluida en el disco que David Bowie le produjo en 1972, Transformer, y la triste frase final de su estribillo: It´s time to say goodbye. Solo nos queda esperar que Francia, pese a no haber regulado la eutanasia, le permita despedirse de nosotros a su manera. A modo de particular despedida, voy a poner en el tocadiscos el vinilo que compré hace poco en la Fnac y cuya portada consiste en un primer plano de la artista, con ese rostro que, inevitablemente, te hacía desear conocer a una chica así y hacerla tuya para siempre.