Héroe del Pop sufí
Curioso personaje este Franco Battiato que nos dejó hace unos días a la edad de 76 años en la población italiana de Milo. Empezó moviéndose por el mundo de la música progresiva y de vanguardia (resonaban en su cabeza las disonancias de Karlheinz Stockhausen) y se convirtió en los años 80 en un improbable icono pop con unas canciones que, aparentemente, no lo situaban a la altura de cualquier oreja. En España fue tremendamente popular y salió a menudo por televisión, donde se hizo notar por su espectacular nariz y su extraña manera de bailar, propia de alguien que nunca ha tenido la costumbre de hacerlo. Llenas de referencias culteranas y de sugerentes (aunque a veces incomprensibles) imágenes, sus canciones, impregnadas de trascendencia sufí, alcanzaron un éxito masivo y fueron grabadas en varios idiomas (aquí se popularizaban, te pusieras como te pusieras, las versiones en un español esforzado, pero no muy convincente que le endilgaba su discográfica, como si aún estuviésemos en los tiempos de Rita Pavone o Adriano Celentano).
Battiato no era el típico cantamañanas italiano que graba en español para incrementar su cuenta bancaria: nada que ver con Richard Cocciante o Sandro Giacobbe. Battiato era un compositor que se tomaba muy en serio lo suyo y que tuvo la suerte de que mucha gente entró al trapo en su propuesta, que no era en modo alguno evidente. Homosexual discreto tendente al celibato y místico vegetariano, iba a todas partes con su madre, se entregaba a frecuentes retiros espirituales, practicaba un peculiar sincretismo religioso y, para quien esto firma, tuvo que esperar hasta 2013 para lograr transmitir en un disco todo lo que le daba vueltas por la cabeza: me refiero al álbum Col suo veloce volo, que grabó en la Arena de Verona a medias con el no menos peculiar cantautor neoyorquino Antony Hegarty, que ahora se hace llamar Anohni y se define como transexual. Aunque uno había disfrutado enormemente de canciones como Bandera blanca, Quiero verte danzar o Centro de gravedad permanente, algunos de sus hitos dentro de ese pop trascendente-pero-melódico-y-comprensible al que se entregaba nuestro hombre en los 80, fue la escucha de Col suo veloce volo, ese extraño encuentro entre almas gemelas de distintas generaciones y diferentes orígenes geográficos, lo que me llevó a comprender definitivamente lo que pretendía Franco Battiato con su acercamiento a la música y a la poesía. No creo exagerar si digo que ese disco se grabó en estado de gracia por parte de sus responsables, aunque, si no recuerdo mal, pasó bastante desapercibido: en España ya nos habíamos olvidado de Battiato y los fans de Antony & the Jonsons no picaron el anzuelo. Yo aún lo escucho en momentos en los que no puedo con mi alma y les aseguro que casi siempre me funciona a la hora de conducirme a un lugar mental mejor que aquel en el que me encontraba antes de ponerlo en el equipo musical.
Mi canción favorita de Battiato no es ninguna de las citadas (que me gustan mucho), sino una menos conspicua, Perspectiva Nevski, en la versión que incluyó la cantante Alice en un disco de versiones del difunto que tenía un viejo amigo y con la que solían acabar en los años 80 los fiestorros en su domicilio. Había algo en esa canción y en esa versión que te transportaba a un mágico lugar indoloro y te hacía ver, con buenas maneras, que la fiesta había terminado y ya era hora de irse a dormir. Cosa que hacías en un estado de ingrávida felicidad y pensando que, a partir de entonces todo iba a ser mejor en tu vida (no era cierto, pero lo parecía). Nunca he escuchado la versión original ni falta que me hace.