Humor y depresión

El pasado día 11 se cumplieron veinte años de la muerte del gran Eugenio (Eugeni Jofra Bafalluy, Barcelona 1941 – 2001), un tipo que se hizo famoso por sus chistes y, sobre todo, por la manera de contarlos, que, como en el caso de Chiquito de la Calzada, era fundamental a la hora de conseguir el objetivo deseado. Yo todavía lo echo de menos --como a Chiquito-- y cada vez que aparece en televisión en imágenes de archivo, me quedo enganchado a la pantalla para disfrutar de nuevo de sus gansadas, que, en algunos casos, tenían más profundidad que la que aparentaban.

Eugenio llegó al humor un poco por casualidad. El quería ser cantante y por eso formó un dúo, Els Dos, con su primera mujer, Conchita Alcaide, fallecida a causa de un cáncer en 1980. Les iba el repertorio sudamericano y, entre canción y canción, Eugenio contaba un chiste, hasta que llegó un momento en que fueron las canciones las que se colaban entre los chascarrillos de aquel señor alto, desgarbado, con cara de cenizo, vestido de negro y que fumaba y bebía sin parar. Su secreto estaba en su prodigiosa cara de palo y en exhibir un acento catalán que tiraba de espaldas y que yo diría que exageraba un poco (tampoco mucho). Su puesta en escena era sencilla a más no poder: le bastaba con un taburete para él y otro para la copa, el tabaco y el cenicero. Contaba los chistes en un tono monótono y sin pausa entre uno y el siguiente. La gente se reía, pero él no. Durante años, sus casetes poblaron las gasolineras de toda España, donde lo de que un catalán les hiciera reír lo recibían con gran alborozo.

Luego descubrimos que Eugenio constituía una nueva variante de la figura del payaso que ríe por fuera y llora por dentro. El hombre era un depresivo de cuidado, pero eso no debería sorprendernos. A fin de cuentas, el sentido del humor no tiene nada que ver con la alegría de vivir. Yo he conocido a personas felices que no pillaban un chiste, aunque les mordiera en la nariz. De hecho, el número de cómicos depresivos siempre ha sido muy superior al de cómicos alegres, y éstos se distinguen generalmente por tener tan poca gracia como los payasos. El sentido del humor no es, como creen algunos, una celebración de la vida, sino una defensa contra las desgracias que ésta suele depararnos. Parapetado tras su copa, su pitillo y sus sarcasmos, Eugenio aguantó lo que pudo hasta que un segundo ataque al corazón se lo llevó por delante hace ahora 20 años.

De todos sus chistes, hay uno que nunca olvido, pues contiene una de las frases más absurdas que se puedan emplear para consolar a alguien al que su mujer acaba de abandonar: “No te preocupes, que el mundo está lleno de mujeres que tampoco te quieren”. Es una pena que no se puedan decir esas cosas en la vida real, por miedo a que te partan la cara o a que la persona a la que debes consolar estalle en un llanto terrorífico, pero está muy bien que a alguien se le ocurran para un monólogo o algún episodio de una sitcom. Eugenio tenía muchas de esas frases y las iba soltando sin mover un músculo, trabajándose un cáncer y una cirrosis que nunca llegó a contraer, y vestido a medio camino entre Paco Ibáñez y el cerillero del Café Gijón.

El hombre triunfó antes de que se pusiera de moda en España la stand up comedy a través de programas de televisión como El club de la comedia. Así se libró de aguantar a tanto seudo humorista siniestro como se materializa actualmente en el salón de tu casa. Si no les importa, acabaré con el de la viajera que le pregunta al revisor si puede bajarse en no sé qué pueblo. “Por supuesto, señora”, responde el revisor, “Pero vaya con cuidado porque el tren no para”.