Salvado por el litio
Conocí a Emmanuel Carrère a principios de siglo, en Barcelona, cuando vino a presentar la edición española de El adversario, una espléndida novela de no ficción que contaba el triste caso de un cesante francés que ocultó su desgracia a la familia y acabó causando una mayor al llevarse a todos sus seres queridos por delante cuando ya no hubo manera de seguir disimulando. La historia y el libro eran espeluznantes, y así empezó Carrère a publicar unas falsas ficciones (o unas novelas reales) que lo han situado con todo merecimiento en un lugar de privilegio de las letras francesas.
Lo recuerdo como un tipo muy agradable con el que mantuve una larga conversación para el diario El País, pero también como alguien que, como el personaje de la canción de Rubén Blades El cantante (popularizada por el gran Héctor Lavoe), parecía capaz de afirmar lo de que “tengo una pena que hiere muy hondo”. En otra entrevista publicada ayer en ese mismo diario --a cargo de Marc Bassets--, Carrère (París, 1957) confiesa su condición melancólica a propósito de su último libro, Yoga, que Anagrama publicará entre nosotros a finales de mes. Ese texto surgió, precisamente, a raíz de su última y devastadora depresión, que requirió su ingreso en un psiquiátrico y de la que salió, según él mismo reconoce, gracias a la química. Concretamente, gracias al litio, que también mantuvo razonablemente sano de mente al escritor cubano Guillermo Cabrera Infante durante casi toda su vida adulta. Dice Carrère que él siempre había confiado en que la terapia, el yoga o la meditación lo sacaran del pozo, pero acaba reconociendo que, pese a la relativa ayuda proporcionada por tales disciplinas, lo que le salvó fue la química, las pastillas, rindiéndose así ante la eficacia de unos productos que no entiende, pero que hacen su trabajo mejor que todos los gurús y psiquiatras de este mundo.
Hace tiempo que pienso algo parecido. Como melancólico recalcitrante, he visto que, donde se ponga una buena pastilla, que se quiten los psicoanalistas y los terapeutas de todo tipo. Es una actitud que tiene mucho de rendición, de tirar la toalla, pero cualquiera que tenga un carácter similar al del señor Carrère y al mío acabará dándonos la razón: ya no queremos saber las razones de nuestro malestar, preferimos que éste desaparezca como por arte de magia. El escritor francés ha encontrado la solución a sus males metafísicos en el litio. Yo aún no lo he encontrado --solo meros sucedáneos--, pero lo sigo buscando. Y cuando lo encuentre dejaré de preocuparme por mi atormentada psique, lo prometo.
Mientras tanto, pienso leer Yoga, aunque la versión definitiva del libro no sea exactamente la original: la ex mujer de Carrère le obligó --por contrato-- a eliminar del texto cualquier referencia a ella (si las ex esposas y ex novias y parientes de Karl Ove Knausgard hubiesen hecho lo mismo, nos habríamos quedado sin su monumental Mi lucha, que ya me leeré cuando no tenga absolutamente nada mejor que hacer). Según Carrère, la mutilación no va más allá de una decena de páginas, pero siempre nos quedaremos con ganas de saber lo que decían. Va a ser su último libro de no ficción --tras El adversario, Vidas ajenas o Limonov--, pues nuestro hombre dice sentirse cansado de hablar de sí mismo y de otros seres humanos de carne y hueso. A ver con qué nos sale cuando vuelva a la ficción. De momento, creo que la historia de cómo salió de la depresión gracias al litio va a ser de mucho interés para nosotros, los neuróticos.