Barcelona en Comú y su líder consiguieron relevancia pública como activistas. Se convirtieron en los grandes fiscalizadores de lo que ellos denominaban “caspa” y “élites” y se hicieron un nombre con las críticas implacables a cualquier iniciativa que no consideraran excelente. Cuando llegaron al poder se toparon con la realidad de la gestión de lo público, que deja en agua de borrajas declaraciones como que una alcaldesa debe usar el metro para pasar el corte de la dignidad política o asegurar que no cobraría más de 2.200 euros al mes después de impuestos en un debate demagógico sobre los salarios de la persona que más responsabilidades tiene en una ciudad de más de 1,6 millones de habitantes. Después se subió el sueldo en una aceptación implícita de que es una retribución muy baja por el nivel de compromiso y trabajo que requiere ejercer de primera edil de Barcelona, aunque lo intentó ocultar.
El paso de los años no ha apaciguado su populismo, pero sí que le ha limitado su tolerancia frente a quienes fiscalizan su actividad política y son críticos con las iniciativas que toma. El ataque contra los medios de comunicación que no le bailan el agua resulta directamente pueril. Tildar de neofascista a todo aquél que le critica y asegurar que todas las noticias en contra de sus políticas son, directamente, fake news es una estrategia errónea que solo tragan sus fieles más acérrimos.
Al final, quien sale perdiendo es la institución que debería representar. Igual que le ocurre a otros dirigentes políticos, Colau no ha entendido que es la alcaldesa de todos los barceloneses. Los que le aplauden con las orejas y los que se muestran críticos con su gestión. Además, no debería olvidar que esta es la esencia fundamental de la prensa, ser críticos con el poder y cuestionarlo todo. Cualquier otra actitud es mera propaganda.