Yo me lo guiso, yo me lo como
Paul McCartney (Walton, Liverpool, 1942) no descansa ni el año del coronavirus. Coincidiendo con el cuarenta aniversario del asesinato de su compadre John Lennon, el hombre acaba de publicar un nuevo disco que no está nada mal y que forma parte de la breve lista de álbumes que factura en plan yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como, responsabilizándose de la autoría de todas las canciones y de la interpretación de todos los instrumentos. Es el tercero de esa selecta lista de productos autosuficientes cuyo título es siempre su apellido seguido de un número y atiende, lógicamente, por McCartney III. El antiguo bajista de los Beatles se toma su tiempo entre cada uno de sus discos: el anterior, McCartney II, apareció en 1980, y el primero, McCartney (a secas) se remonta a 1970 y fue lo primero que publicó tras la disolución de los Fab Four (el que en la portada no ponía nada y solo había una foto de unas cerezas).
Según él mismo ha confesado recientemente a la revista británica Uncut, que le ha dedicado la portada de su último número y se ha hecho con la única entrevista concedida a la prensa británica y puede que mundial, de vez en cuando le da por fabricar uno de esos discos en solitario, que suelen estar compuestos por canciones que llevaban años a medio terminar o que no le parecían adecuadas para álbumes, digamos, más ambiciosos. No es que se trate de malas canciones. Son, simplemente, especialmente personales y de nadie más: por eso ni se molesta en llamar a Ringo Starr para que añada la batería, de la que también se encarga él. Algunos temas fueron auto rechazados en su momento, o la letra se quedó a medio escribir, o a la música le faltaba un hervor. Cuando la situación acompaña --y no se me ocurre ninguna mejor que la provocada por el coronavirus--, nuestro hombre recopila materiales dispersos, abandonados o diferidos, los completa y los graba. Dice que con esos álbumes se relaja mucho y trabaja muy tranquilo, pues los considera la parte, digamos, menos seria de su producción, la más rupestre y la más relacionada con la manera juguetona de hacer música que le distinguía en su ya lejana juventud. Curiosamente, esos discos de estar por casa suelen ser más interesantes que los que fabrica últimamente a todo lujo y sin reparar en gastos. El de las cerezas era una maravilla minimalista, el de 1980 no estaba nada mal y el de ahora se escucha con sumo agrado. Puede que, en sus discos oficiales, el hombre se empeñe aún en demostrar algo --cosa absolutamente innecesaria--, pero en los oficiosos, en los del apogeo del DIY (Do It Yourself), se limita a grabar lo que quiere y como quiere, obteniendo unos resultados espléndidos.
La leyenda negra de los Beatles se sustenta en dos mentiras considerables: que Yoko Ono era una arpía que acabó con la armonía reinante en el grupo y que McCartney era un cursi y un blandengue que no le llegaba a la suela del zapato a Lennon. Puede que Macca no fuese un tipo tan inseguro y atormentado como su socio, pero muchas de las mejores canciones de los Beatles son suyas y a rockero no le ganaba nadie (por no hablar de que la suya es la única canción decente de toda la saga de James Bond).
Quienes crean que es una momia sin nada que decir, pueden ahorrarse la escucha de McCartney III. Los demás ya tardan en hacerse con ese disco en el que nuestro hombre se muestra más libre, tranquilo, relajado y melódico que nunca. Cuando digo “los demás”, me refiero, evidentemente, a los mayores de 50 años y, a ser posible, a los que crecieron con los Beatles. Nadie menor de esas edades compra un disco, como todos sabemos.