La manía de ser relevante
Cada vez que Felipe González abre la boca para hablar del estado actual del partido de sus entretelas, la opinión pública se divide entre los que lo escuchan atentamente y le dan la razón y los que preferirían que ejerciera de jarrón chino y se quedara callado. A todos los expresidentes les cuesta mantener la boca cerrada (fijémonos en Aznar, ese boquirroto), pero si han sido mínimamente relevantes para el país, se es más o menos tolerante con ellos (aunque lo mejor es hacer como Rajoy y no decir nunca nada de nada). El problema lo tienen (o, más bien, lo tenemos, los ciudadanos) los ex que no han sido relevantes (como no sea para mal), pero que --ya sea por sentirse vivos o porque se aburren en casa-- intentan mantenerse en aquel candelabro del que hablaba hace años Sofía Mazagatos. Rodríguez Zapatero pertenece, evidentemente, a este segundo grupo. Nadie lamentó en exceso su retirada de la política activa y nadie agradece especialmente que se empeñe en echar una mano, a su peculiar manera, a la nación hermana (o prima) que es Venezuela. Básicamente, porque nadie sabe qué pretende ni qué ha conseguido durante esos cinco años que lleva yendo y viniendo de Caracas, como no sea dar la impresión de que Maduro no le cae especialmente mal y que hay que dar una oportunidad a la revolución bolivariana. Existiendo Podemos, su actitud es, además de inútil, redundante. Pocos entienden (fuera del clan de los Ceaucescu) qué gracia le ve al heredero de Chávez, y sus intentos de que la Unión Europea le dé cierto cuartelillo al autobusero cada día resultan más patéticos.
No es relevante quien quiere, sino quien puede. Los conceptos revolucionarios de Zapatero --la alianza de civilizaciones o el célebre “talante”, término que sin un adjetivo delante o detrás no quiere decir absolutamente nada-- fueron vistos rápidamente como sendas ideas de bombero que no iban a ninguna parte. Y ahora parece que le ha dado por Venezuela como a González le dio por los bonsáis, con la diferencia de que esos arbolitos enanos no molestan a nadie y Maduro es una piedra en el zapato de la democracia mundial. ¿Tanto le costaba a nuestro hombre buscarse un hobby inofensivo como el de su antecesor en el PSOE? ¿Por qué insiste en mediar de una manera que no sirve para nada y que, además, se percibe levemente escorada hacia ese régimen cochambroso que tan mal gestiona el autobusero en cuestión? Seguro que la pensión de expresidente está la mar de bien y que, a no ser que cobre bajo mano del régimen bolivariano, cual miembro fundador de Podemos, sus esfuerzos y su talante --sea éste cual sea, no podemos saberlo a falta del necesario adjetivo-- se malgastan en esa misión que parece haberse impuesto.
Si no has sido un buen presidente y tu contribución a la diplomacia de tu país es lamentable, más vale que te quedes en casa y, a ser posible, callado. Tus salidas de pata de banco nunca obtendrán la comprensión que sí logran las de los políticos que, por lo menos en los primeros tiempos de su presencia pública, algo hicieron por mejorar la tierra que los vio nacer.