A las puertas del Dakota
Ya han pasado 40 años del asesinato de Lennon y seguimos teniendo marcada esa fecha en nuestro calendario mental. No todos, claro: hace falta tener una edad (o dos) para tener presente la siniestra efeméride. Los que vivimos el crimen prácticamente en directo solemos recordar por estas fechas qué estábamos haciendo cuando el pobre tarado de Mark David Chapman acribilló a balazos a Lennon en la entrada del edificio de Nueva York en el que vivía junto a Yoko Ono, el célebre e imponente Dakota, donde se había rodado la película de Roman Polanski La semilla del diablo. Yo acababa de llegar a Los Ángeles tras casi un mes en Nueva York, donde había adquirido el nuevo álbum de John y Yoko, Double fantasy, sin saber que sería el último. Me quedé, pues, sin participar de la triste histeria colectiva que se impuso en la ciudad tras la muerte de Lennon, que seguí puntualmente, eso sí, desde la otra costa a través de la prensa y del diario The Los Angeles Times. Mi principal sensación era la de que, en cierta manera, se había acabado una época, pero esa sensación la experimenté varias veces más en las décadas siguientes y ahora cada día, aunque me temo que en este caso se debe principalmente a mi edad, que empieza a ser provecta. Como Tintín y James Bond, Lennon siempre había estado allí para mí desde la tierna edad de seis años, cuando los Beatles publicaron en 1962 su primer single, Love me do. Faltaban unos cuantos años para la muerte de Hergé y algunos más para que 007 tuviese la cara de un tipo que se parecía a Vladimir Putin. Podríamos decir que Lennon fue mi primer muerto mediático, si descontamos a la pobre Sharon Tate, tanto en la realidad como en la ficción. Y durante mis primeros días en Los Ángeles me entregué a una especie de largo funeral personal a través de los medios de comunicación cuya banda sonora era ese Double fantasy del que me gustaban hasta las canciones de Yoko Ono, que ya es decir.
Curiosamente, mi interés por Lennon era (y sigue siendo) más social y musical que personal. Nunca me creí que fuera el Beatle vanguardista y cool en comparación con McCartney, al que la leyenda negra de la banda ha convertido, sin merecerlo, en un blandengue conservador. Su activismo político siempre me pareció un tanto ridículo, y la dependencia de Yoko, lamentable: no se me quita de la cabeza una foto de Lennon y su compinche Harry Nilsson siendo echados a patadas de un bar de Los Ángeles --cocidos no, lo siguiente-- durante el año de vacaciones que le impuso la parienta porque, según decía ésta, dependía en exceso de ella. Supongo que el hombre buscó la felicidad donde pudo --su madre se lo pasó a su tía de pequeño y, encima, fue atropellada por un coche a la puerta de la casa de ésta-- y la encontró en aquella asiática bajita y con el culo plano que parecía estar detrás de todas sus iniciativas socio-políticas (no quiero añadir más clavos al ataúd de Yoko, pero algo me dice que fue la responsable de que a su marido lo vigilara el FBI).
Muchos años después, unos amigos de Nueva York me colaron en una cena en el Dakota a la que yo no había sido invitado y pude ver por dentro el magnífico y algo inquietante edificio. El anfitrión era un imbécil que presumía de que su apartamento estaba justo encima del de Yoko Ono (y de que se codeaba con Lauren Bacall en las reuniones de propietarios) y que me dedicó un trato displicente durante todo el papeo. Cuando le pregunté dónde se podía fumar, me envió a una ventana, que abrí para expulsar el humo y que cerré de un golpe --las ventanas de guillotina son duras de chapar--, consiguiendo que la cortinilla de delante echara a volar y aterrizara en la cabeza del portero de la entrada. Esa entrada en la que, muchos años antes, se habían cargado a un señor que me había hecho compañía desde la infancia y al que seguía echando de menos con cierta frecuencia.