Pocos juristas generan tanta unanimidad profesional como Emilio Sánchez Ulled, fiscal del caso Palau. Todos, incluso el ejército de abogados con el que ha lidiado durante el juicio por el expolio de la institución, reconocen que, en pocas ocasiones, un servidor público sitúa su trabajo tan cerca de los lindes de la excelencia.
Tenía el sumario entero en la cabeza. Nada ha escapado a su control. Detrás de sus lentes de aumento, refugiado en una holgada toga que disimulaba su huesuda carcasa, el fiscal no ha lanzado ni una sola puntada sin hilo durante todo el juicio. Su escrito de acusación es lapidario. Sin duda la confesión de Fèlix Millet y Jordi Montull --más el pacto de la hija de este último con la fiscalía-- le han ayudado. Pero no sólo ha sido eso. Hace ocho años, cuando explotó el caso, se enfundó los manguitos, se ajustó las gafas y empezó a rebuscar con éxito en esos rincones de la documentación en los que nadie sin talento se fija.
Su última intervención en el juicio ha sido el compendio de todo ese trabajo. El silencio en la sala tras sus cuatro horas ininterrumpidas de exposición han dejado con la boca abierta al tribunal, las defensas, al público y con la cabeza agachada a los acusados. Inapelable. Ahora deja Anticorrupción y se va a Bruselas, desde la cresta de la ola. El prestigioso jurista Carlos Jiménez Villarejo define su aportación de manera contundente: "La justicia en este país funciona, cuando funciona, por culpa de tipos como Sánchez Ulled".