Quim Torra vive una situación límite. Cabreado por los acuerdos de Junts per Catalunya con el PSC en la Diputación de Barcelona, o por los pactos entre ERC y PSC en Sant Cugat, en contra de Junts per Catalunya, debe afrontar una contradicción. Debe su cargo a Carles Puigdemont, y ha asumido que está en una posición subordinada. Pero también le gusta el cargo, y, de vez en cuando, quiere ejercer como presidente de la Generalitat, y lo que escucha en todos los actos en los que participa, no acaba de gustarle.
Los que viven con él esos instantes señalan esa contradicción. En todas las diferentes comarcas, con actos continuos, muchos de carácter lúdico-cultural, Torra acaba escuchando: “Puigdemont, el nostre president; Puigdemont, el nostre president”.
No es que a Torra no le guste, porque él mismo se declara el guardián de las esencias del cargo de Puigdemont, pero acaba resultando cansino. Porque le guste a él o no, o a los militantes independentistas que le acompañan, o los vecinos de las localidades que visita, el presidente de la Generalitat se llama Quim Torra. Aunque el interesado sea quien menos se lo crea.