Dicen que a la presidenta de Andalucía, Susana Díaz, se le ablandó el corazón y derramó unas elocuentes lágrimas --aquellas que no se pueden evitar, o las que se exageran por motivos espurios-- durante la tormentosa reunión del comité federal del PSOE que acabó con la defenestración de Pedro Sánchez como secretario general del partido. Susana, aunque haya quien se ha encargado de extender la idea contraria, tiene su corazoncito.
Las del pasado 1 de octubre fueron sus segundas lágrimas elocuentes conocidas. Las primeras datan de 2001. Díaz era, por aquel entonces, delegada de Empleo y Juventud en el Ayuntamiento de Sevilla. Los que la conocieron en aquellas fechas aseguran que ya apuntaba maneras. Era una joven muchacha con aspiraciones de liderazgo y con la firme convicción de materializarlo. Tenía lo que se ha de tener en política para llegar a buen puerto: vista larga, paso firme y la necesaria dosis de mala leche (parafraseando un conocido lema de la Guardia Civil).
Un día decidió verse (o vérselas) con el entonces delegado de Empleo de la Junta de Andalucía, el ex alcalde de Camas y hombre de confianza de Manuel Chaves, Antonio Rivas. Y Susana, que ya entonces había dado muestras de su talante, dicen que irrumpió en el despacho de Rivas como un elefante en una cacharrería: con malos modos, con chulería, con la prepotencia de quien se cree lo que no es. Se abrió paso entre el personal de seguridad, apartó a la secretaria del delegado de Empleo e irrumpió en su despacho poco menos que con la exigencia de ser recibida por ser ella quien era y con una urgencia y prepotencia intempestivas, totalmente fuera de lugar.
Rivas, hombre bregado y rebregado en las tempestuosas lides políticas, la invitó con cortesia a salir de su despacho, a salir del edificio, a pedir hora y cita como cualquier ciudadano y a aprender modales. Susana, avergonzada y humillada, rompió a llorar y se fue por donde llegó pero con la cabeza gacha. Fueron sus primeras lágrimas elocuentes, pero esas (las de hace 15 años) ...inevitables.