La euforia se apoderó de él. 320 minutos y cuatro partidos después, Cristiano Ronaldo marcaba su primer gol con la Juventus.
Fue un gol feo, de oportunista, pero supo estar en el lugar indicado para anotarlo y poner a su equipo por delante del Sassuolo. Y entonces llegó la explosión.
No importaba que fuese un gol fruto del error del rival y no de su gran habilidad, lo único importante es que al fin se había estrenado. Al fin iba a callar los rumores y las críticas.
Cristiano salió disparado como un torpedo hacia la banda para dedicar el tanto a la hinchada turinesa, contagiada de la locura de su nuevo ídolo.
Ronaldo corrió, saltó, gritó, hizo aspavientos, se reivindicó, dio abrazos de esos un poco agresivos, que pueden hasta doler, y puso una cara de ira que recordó al más malo de la película.
Parecía que hubiese marcado el gol que daba una Champions a su equipo. Pero no, tan solo la empujó en un encuentra cualquiera, un domingo cualquiera.
La confianza del gol
Fue su momento de subidón. Y, con la confianza del gol por fin junto a él, desplegó una vez más todo su poderío físico para lanzar una fulgurante carrera unos minutos después rumbo a un espacio vacío. Su compañero Emre Can lo divisó y le regaló el pase al pie.
En ese momento Cristiano ya sabía que iba a marcar. Controló el esférico para encararlo y en medio segundo soltó un zapatazo con la zurda escorado al palo largo del portero.
Repite el ritual
El crack portugués, con su hijo bien atento al espectáculo desde la grada, repitió el ritual. Corrió a la banda, extendió los brazos e hizo saber a sus compañeros que sus goles valen más que el resto.
Todos lo agasajaron mientras Cristiano ya no mostraba tanta ira, sino una media sonrisa delatora del que se siente el mejor futbolista del mundo.