El destino lo trajo a Barcelona con tan solo 13 años para cambiar la historia. Para transformar la mentalidad de una entidad derrotista y sufridora. Para hacer creer a los que no querían creer. Para implantar una nueva religión en la ciudad, que luego fue el país, el continente y el planeta entero. Desde que llegó, Leo Messi no ha dado un paso en falso.
Ha marcado goles majestuosos, antológicos y maradonianos. Regateando a un equipo entero desde el medio del campo, con la mano, con el corazón, de vaselinas geométricas, faltas imposibles, haciendo caer de un quiebro a temibles gigantes, de cabeza en una final de Champions o regateando a media plantilla desde la banda derecha del Camp Nou en una final de Copa del Rey. Pero todavía no tenía bastante.
Brillante y genuino, Messi no podía amenazar con llevar a cabo una gran gesta en semifinales de la Champions y dejarla a medias. No es un tipo conformista. Al contrario, es un ganador testarudo e incansable. Como todo genio, perseguía su obra cumbre y las musas rescataron su inspiración este miércoles, 1 de mayo, día del trabajador, para terminar con el puño en alto. Y con todo el mundo rendido a sus pies.
Leo Messi alzó el puño en alto el día del trabajador / EFE
Conquistador nato, el astro argentino volvió a jugar con las cifras de la historia. Marcó dos goles. El primero, en una acción extraña, un poco ebria y con una pizca de fortuna. Tras un remate errado de Luis Suárez, el imán que tiene en los pies llevó el balón a Messi para que tan solo tuviera que empujarla al fondo de las mallas. El segundo, para firmar su gol 600 con la camiseta del Barça el día que se cumplían los 14 años del primero. Cosas del destino.
Era un partido tenso, muy férreo, donde el Liverpool asestó varios zarpazos al cuadro azulgrana. Por momentos daba miedo, parecía que se podían poner las cosas muy feas. Cada vez que el balón llegaba a Mohammed Salah, se disparaban los peores augurios. Pero el Barça supo sufrir y tuvo la suerte, imprescindible en los equipos campeones, de cara.
Cuando los de Valverde resoplaban y sufrían para resistir las feroces embestidas del Liverpool, sorpresivamente sacaban fuerzas de flaqueza y contragolpeaban. El Barça entró en un intercambio de golpes poco habitual, contundente, y salió victorioso de la forma menos creíble: con más pegada que posesión.
La estirada estéril de Alisson intentando evitar el gol de falta de Messi / EFE
Pero el mundo se detuvo pasado el minuto 80, cuando llegó la hora de la sublimación inaudita del genio. Una falta clara, en una posición aparentemente lejana, pero idónea para el rey del fútbol. La golpeó con el alma para celebrar el gol con el corazón.
El balón salió disparado con precisión mecánica, embrujado por una rosca huracanada, y se coló por la escuadra de Alisson haciendo inútil su plástica estirada en la imagen más visual de la noche. Una escena inolvidable de factura celestial. La obra cumbre.
El divino disparo de Messi será recordado por los siglos de los siglos por lo que significó, por la belleza de la ejecución y por el simbolismo de ser el gol 600 de un erudito del fútbol que se tiró al césped a celebrar como el perro que juega en su jardín favorito. El jardín de su templo.