Mientras desde la caverna más cavernaria se burlan de cómo ha gestionado el Barça el esperado despido de Valverde (se conoce que con Lopetegui o Benítez el Madrid fue un caballero del honor, no te jode), una sorpresiva ola de orgullo recorre el espinazo del barcelonismo. Me explico. Es cierto que las formas con el míster cacereño han sido abruptas, pero también lo es que el error más grueso de la directiva de Bartomeu fue mantener al Txingurri en el banquillo cuando su ciclo estaba finiquitado. Debió marcharse el pasado 1 de julio, con sonrisas forzadas, apretones de manos un poco más fuertes de lo normal, partido homenaje del juvenil A contra el B, banderín y plaquita. Rumbo al olvido donde descansan los entrenadores que han ganado títulos con el Barça pero también lo han asomado a la mediocridad.
Partiendo de esa base, ya se veía que lo de Ernesto iba a acabar regular. A nadie le gusta cortarle la cabeza al zombi del abuelo, pero tampoco puedes dejar que se coma a tus hijos. Después de rememorar en la absurda Supercopa de Arabia el camino de unas cuantas Champions del pasado reciente (palmatoria contra el Atleti, que llega a la final contra el Madrid para perder de forma ridícula y rastrera una vez más), a la directiva le creció un par y decidieron dar un golpe de efecto: darle el banquillo a Xavi Hernández.
Del eterno 6 azulgrana todos sabemos dos cosas: no está preparado para ser entrenador del Barcelona, pero aun así queremos que lo sea cuanto antes. Es un prurito de ingenuos, lo reconozco. Pero da igual, tendremos que aguantarnos la comezón un poquito más. No se dio.
Entre otras cosas, porque de echarle la caña a Xavi se encargó directamente Eric Abidal, luego es lógico que todo saliera mal. ¿No le vieron intentando ahuyentar a los periodistas en el aeropuerto? Si fuera por cómo se comporta cuando se le plantan cinco cámaras delante, ni regarme las macetas le dejaba yo. Y eso que la mayoría son cactus. Pero oiga, todos sabemos que los directores deportivos en los clubes de élite, a día de hoy, mandan lo que mandan. O sea, poco.
Al no llegar a un acuerdo con Xavi, cuentan algunos que se marcó el teléfono de Pochettino. No tengo ni idea de por qué querría la directiva del Barça que a su equipo lo entrenara un pseudomadridista malencarado que alterna la camisa negra con traje negro y el chándal, primera y segunda equipación de cualquier matón de la mafia uzbeka. Sospecho que el bueno de Mauricio aún conserva amigos en la prensa española que se apresuran a colocarlo en las quinielas y en las mentes de los secretarios técnicos a cambio de algún asado. Pero, finalmente, se impuso la cordura y llegó Setién. No tanto como si hubieran subido del filial a García Pimienta, que era quien más se lo merecía, pero casi.
Que al técnico cántabro estuviera en la agenda del Barcelona era lógico. Todos sus equipos y su cuenta de Twitter siguen al pie de la letra los aforismos y las máximas de Johan Cruyff. Tanto su UD Las Palmas como su Betis amaban la bola, atacaban primorosamente, eran un desastre en defensa y respondían con absoluta anarquía táctica a las jugadas a balón parado, como si fueran una cosa de pobres. Pero ambos tenían algo en común: daba gusto verlos jugar.
Y ahí es donde asoma el orgullo en este terremoto en el banquillo culé: aunque parecía un exceso de romanticismo sin cabida en el pragmático fútbol moderno, lo cierto es que al final el Barça ha despedido a mitad de temporada a un entrenador campeón, que iba líder y acabó primero de grupo en Champions, solo porque el equipo no jugaba tan bien como debería.
Eso es ADN, señora, y lo demás son bocadillos de mortadela de pavo. De la de oferta.
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