Gabriel García Márquez escribió que "la incredulidad resiste más que la fe, porque se sustenta en los sentidos". El Barça fue despojado ayer de un aura de invencibilidad en los clásicos que había tenido tanto de afortunado como de corajudo. Ya sabe el barcelonismo que no puede terminar de creerse la resurrección de un equipo que muy probablemente ganará la Liga pero está lejos de aspirar a hegemonías pasadas. Y eso que en el primer tiempo no despachó un mal partido, pero una transición afortunada del Madrid antes del descanso colocó a los blancos con la proa apuntando decididamente hacia la final de Copa. Y a este Barcelona, cuando vienen mal dadas, le cuesta un mundo corregir el rumbo propio, no digamos el ajeno.

En la reanudación, la astucia de Benzema y Vinicius fue suficiente para desarbolar a un Barça con bajas en cada línea, un montón de chavales en el banquillo y, en general, demasiados remiendos en la pechera como para alcanzar el grado de elegancia exigido. Martínez Munuera, quien quizá se quedó sin sandwichera en su día, despachó un arbitraje timorato y con escasas ganas de impartir justicia. La amarilla salomónica a Gavi tras ser perseguido por Vini y aguantar de frente las cachetadas y los bramidos de cérvido del insufrible brasileño ya dieron una idea de por dónde irían los tiros con el de colorado: ortodoxia y mansedumbre para no pasarse otra semana de calvario como un Dimas cualquiera en el Gólgota de la Madridvisión.

Pero no se confunda, astuto lector: el 0-4 no fue ni mucho menos una cuestión arbitral, sino de mentalidad. El Barcelona se sabe frágil sin jugadores fortachones como Pedri, De Jong, Christensen, Dembelé... porque lo es. Su endeblez es pueril, tanto que cualquier bofetada con la suficiente mezquindad lo devuelve de inmediato a los traumas de la infancia. A partir de ahí, se pierde en la ensoñación de convertir cada pase en una asistencia y acomete los centros al área como globitos de cumpleaños en lugar de balones cubiertos de vello. El plan para que este proyecto imberbe de campeón pegue el estirón y se le agrave la voz necesita de dos potentes hormonas de crecimiento: educar la disciplina para abrochar el título de Liga cuando antes y gestionar un salto de calidad a la plantilla este verano que, por otra parte, se antoja complicado. 

Hoy da la impresión de que solo el afán del Barça de ganar al Madrid en cualquier plaza y circunstancia actuaba de barrera entre el club azulgrana y sus numerosos quebrantos. Una vez reventada la presa, un caudal de pesadillescas aguas bajan estruendosas a la espera de que la UEFA consume su cacicada, La Liga ciña su yugo económico y asatee al club azulgrana con las flechas de una vendetta barriobajera disfrazada de sostenibilidad y los cantos de sirena del posible regreso de Messi apremien a una dirección deportiva que no se sabe bien si anda juntando euretes y patrocinios para sufragar el último baile del astro o para pagar tapones de cera a repartir entre los socis. Sea como fuere, como decía el proverbio persa: "La mitad de la alegría reside en hablar de ella". Y la alegría debe ser, mientras siga siendo posible, el sustento de este Barça.

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