Astuto lector, si ha echado usted ya la porra del Mundial con la gente del pádel, el yoga o el bar de abajo quizá haya diseñado una fantasía mezcla de know how futbolístico y ganas locas que concluye con España -concretamente, con Sergio Busquets- levantando su segundo y apoteósico bolardo dorado en ese país absurdo lleno de tumbas anónimas y fans de a 5 riales la hora. Se lo comento, obvio, porque es lo que me ha salido a mí: un camino azaroso y a la par vibrante que concluye con Messi pichichi del Mundial pero apeado en semis, pobret, y una final entre LA ROJA DE LUIS ENRIQUE (hay que decirlo más) y la competitiva pero envejecida Uruguay (27,8 años de media por 25,6 de los nuestros).

Por supuesto, el desiderátum culmina con España pintándose sobre el escudo la parejita de estrellas gracias, una vez más, a medio Barça, a un técnico que pone a jugar a muchos del Barça y a algún verso suelto de calidad para desatascar el clásico partido trampa o parar el penalti en cuartos, esas minucias. Sin embargo, puede ocurrirle como a mí, que empiece entusiasmándole la idea y acabe viéndola disolverse como un pañuelo de papel en un charco de náusea sartriana. Me explico: esos siete partidos, más alguna que otra prórroga que es obligatorio disputar para alzar la Copa de la Vida al cielo del Golfo, se pueden hacer muy largos para el barcelonismo.

Especialmente si el último de ellos no sirve para hacer cima del mundo, sino para que un tal Luis Suárez disfrute de otra vendetta como la que tuvo en el Atleti, Fede Valverde se consagre como tractor jefe del madridismo más terruñoso o Darwin Núñez haga la clásica de venir a joder que siempre hacen los del Liverpool... excepto cuando se enfrentan al equipo que les pinta la cara sin remedio desde 2018. Al cual, por supuesto, cualquier culé de bien espera que los reds y ese presunto, pero presuntísimo, genio del fútbol llamado Klopp tengan la mínima dignidad deportiva y profesional de eliminar a cara de perro el próximo marzo.

Además, está el asunto nada baladí de las lesiones. Si la fecha FIFA de septiembre dejó tres meses al Barça con un prejubilado y un lateral izquierdo de centrales más habituales, hincarle a la plana mayor culé, veteranos y noveles, un Mundial hasta donde pone Toledo con el tramo de la verdad de la temporada aún por delante suena, como poco, arriesgado. Si la 2022-23 del Barça, que necesita encarrilarse desde la novatada de Xavi en la Champions, se malogra porque Pedri, Ferran, Ansu o el mismo Araújo, quien se habrá chupado los mismos siete partidacos con el alma pintada en la camiseta para llegar hasta ahí, hacen catacrocker, será culpa, obvio, del capricho esos tipos del turbante tan pobres que solo tienen dinero y si acaso una final de Champions que por supuesto palmó el PSG. Pero también será el culmen de una nueva racha del ya celebérrimo gafe azulgrana.

Una mala pata con la que el Barça ya no se puede permitir coquetear, por cierto. Que le hayan metido 3 partidos de suspensión a Lewandowski después de buscar en Google un traductor de gestos germano-polacos y cero a Carletto por decir que los árbitros que pitan al Madrid se inventan los penaltis ya deja bien claro cómo cuidan LaLiga y la Federación a su auténtico 'producto estrella': el caciquismo. Casi mejor todo menos esa final. Incluso una mítica caída en cuartos y que gane la porra el Genaro, que ha puesto campeona a Alemania porque una vez leyó aquello de "el fútbol es el deporte donde juegan once contra once y...". No le falta razón al hombre, porque nos vendieron que con el VAR esto sería otra cosa, más seria... y mira, pues no. Es lo de siempre.

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