Mientras Raphinha enseñaba a los tunecinos cómo se delinea un arco, cosa bastante meritoria teniendo en cuenta su tradición arquitectónica, en la ciudad de Braga se disputó un Portugal-España enmarcado en ese engendro llamado Liga de Naciones que resulta tan cutre y descafeinado como el juego de mesa de un concurso de la tele. Justo que se empeñen en llamar a sus semifinales Final Four, así, con mayúsculas, es prueba suficiente de que estamos ante una competición sin alma. Pese a ello, el barcelonismo puede estar seguro de que un paladar futbolístico en concreto se envaraba ilusionado durante los himnos al otro lado del televisor. No fue otro que el de Xavi Hernández. Y es que al técnico del Barça no solo le flipa el fútbol en general, sino especialmente aquel que estimula la vida interior.
El concurso de Bernardo Silva en el lado portugués significaba para el entrenador de Terrasa una oportunidad de superponer el mapa de calor del menudo prestidigitador portugués al de quienes habitan en su propio sistema los auténticos carriles de aceleración del Barça. Que no están en las bandas, no. El venenoso balanceo del centro del campo azulgrana necesita de sus interiores izquierdo y derecho para dos misiones fundamentales en el ideario de fútbol culé: lanzar a los laterales hacia el espacio que dejan los delanteros y, por encima de todo, reventar una primera línea de zagueros que obligue a saltar a los centrales y permita la triangulación rápida hasta alcanzar la providencial orilla del cuarto hombre.
Una de las tribulaciones de Xavi es que Pedri, que no solo es una caja de herramientas sino un Leroy Merlin entero, dispone de todas las brocas, llaves y abrazaderas conocidas para saltar los cerrojos del rival, pero está muy solo en su tarea. Gavi es un jugador de 360º, pero esa corajuda infiltración entre líneas que practica le hace tan valioso en la presión y la resolución de entuertos como lo aleja de la pausa necesaria para la elaboración del juego. Y al discutido Frenkie de Jong, todavía en plantilla para bien y para mal, lo favorece un arranque más retrasado, con el círculo central como necesaria primera meta volante en su siempre épico camino a la portería.
No es de extrañar que Xavi suspire por una alternativa como la de Bernardo, especialmente porque en su época de jugador vivió a pie de campo una disfunción muy palpable: Iniesta y Messi eran los encargados de interpretar ese constante doble latigazo que debaja a los contrarios mirando al suelo, sin saber a qué costado bajar el codo para protegerse. Pero ese implacable 1-2 no funcionaba igual solo con uno. El día en que faltaba Andrés o Leo, los deberes defensivos del equipo rival dejaban de ser una integral por partes para convertirse en un vulgar puñado de divisiones con decimales. A todo esto, Bernardo jugó regular. Aunque, eso sí, infinitamente mejor que Koke o Soler. Porque, como bien sabe Xavi, hay centrocampistas y centrocampistas. El fue más bien de los segundos, o sea, de los que entienden que la belleza del fútbol está en el interior.
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