La ordalía de Múnich ha disipado de golpe esa etérea aparición en el imaginario colectivo azulgrana que, como una Virgen de Fátima dando la tabarra a los pastorcillos con rezar el rosario, balbuceaba no sé qué de ser favorito en la Champions. Se confirma que no hay milagro, pero en cambio sí se puede decir que hay equipo. El invento, a día de hoy, está como sigue: se ganó bien al Pilsen, en las gradas del Allianz pasaron 45 minutos en los que no les llegaba la camisa al cuerpo y la necesaria reacción del equipo azulgrana en el doble duelo contra el Inter tiene más de razonable que de quimérico. Después de lo visto en Alemania, si algo ha quedado claro es que solo el madridismo más acobardado por la inacabable serie de palizas recibidas en el Bernabéu en este siglo puede echar de menos a estas alturas al binomio Koeman-Bartomeu. 

Volverse de una gran plaza europea con un cero tanto en el casillero de puntos como en el marcador nunca es plato de gusto. Pero una cosa importante que el Barça parecía haber olvidado cómo hacer de manera un poco respetuosa con sus aficionados era precisamente perder. Porque eso que usted ha presenciado en las últimas temporadas, astuto lector, ha sido algo muy diferente, más parecido a extraviarse, desvanecerse, derretirse, evaporarse. En suma, a sumergirse en las gélidas aguas del olvido.

Se dice a menudo que en la cultura futbolística del Barcelona, esa que trata a la magia como lo que realmente es, una extensión de la física, no solo importa ganar sino cómo se gana. Por eso mismo el Barça podía perder, pero solo podía perder como el Barça, o corría el riesgo de dejar definitivamente de ser el equipo del que están hechos los sueños. No hay Barça sin esperanza. Y no hay mayor amenaza para el club azulgrana que negociar a la baja esa premisa. Cualquiera que contemplara este martes a Pedri bailando claqué en las entrañas del área del Bayern, a Upamecano rebotando contra Lewandowski, a Ronald Araújo rugiendo como un tigre de bengala o a Marcos Alonso bailando agarrao con Sané puede sentir la más mínima necesidad de esconderse debajo de una piedra.

Qué diferencia con otros tiempos, cuando Alphonso Davies era hijo pequeño de Mike Tyson y el de la lona el único sabor que prometían los partidos contra el campeón alemán incluso antes de empezar. La competición dictará sentencia, pero un triunfo indiscutible de este Barça que, como decía Laporta, "ha pasado de UCI a planta", es haber logrado reunir a un grupo de jugadores y un técnico que no contemplan abandonarse a la impotencia del "es lo que hay". Como le decían al joven Indiana Jones en la Última Cruzada: "Hoy has perdido, chico, pero no tiene por qué gustarte". No hay mejor razón para salir siempre a ganar. Especialmente, el día en que se pierde.

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