Despachando su debut en la Champions con una goleada ante el Viktoria Pilsen, el Barça confirmó lo que un titubeante estreno contra el Rayo desenfocó pero sus siguientes partidos de la temporada convirtieron en nítido: ha pasado en tiempo récord de equipo en construcción a bola de demolición. Los eslabones de la cadena que lo hacen oscilar son muchos y, por primera vez en varias temporadas, jóvenes y relucientes. Libres del óxido del pasado, alcanzan velocidades incontenibles. Al final de la cadena, su argumentario ofensivo no solo es esférico, como suelen serlo aquellos cuerpos diseñados para soportar las más altas presiones, sino también denso como el tungsteno. Un pulimentado e implacable meteoro en busca de planetas cuya vida extinguir.
Aunque hay muchos futbolistas involucrados en su mensaje devastador, el principal heraldo de destrucción azulgrana se apellida Lewandowski, y eso solo puede significar una cosa: que el Allianz Arena de Múnich será la pileta de agua gélida donde este Barça, si es capaz de hacerlo, adquirirá su temple. Un estadio artero, escenario de grandes y recientes debacles culés, donde todos los defensas han echado los dientes contrarrestando los sortilegios del '9' polaco. Y en cuya piel iridiscente resplandece el rojo que en aquella infausta noche de Lisboa tiñó de un oprobio inerme al Barcelona de Leo Messi, un club aristocrático que pasó de bailar en palacios a conformarse con salvar el retrato del abuelo y la cubertería de plata antes de la llegada de las turbas con hoces y antorchas.
La cita en Alemania es oportuna, no solo porque el grupo de Champions que le ha tocado en suerte al equipo de Xavi no tiene pinta de conceder segundas oportunidades y la dinámica blaugrana es positiva, sino porque este Barça tiene cada vez más la cabeza en su fútbol, pero su corazón sigue enterrado en Múnich, adonde volverá la semana que viene. Si, como en el cuento de Edgar Allan Poe, sus latidos delatores lo precipitan al delirio de la culpa por sus crímenes pasados y, en último término, a la perdición, buena parte de la confianza que ahora anima la grada del Camp Nou a cantar el himno a capella en mitad de los partidos se volatilizará. Y quedará la sensación de que el trueno azulgrana no es más que un pajarillo posado, como escribió Henning Markel refiriéndose a la vida, sobre "una frágil rama que se mece sobre un abismo". Pero si se impone, alzará el vuelo sobre el vacío.
Los mejores años del Barcelona fueron un audaz desafío a lo imposible, y precisamente por eso su renacimiento pasa sin remedio por los ajustes de cuentas pendientes en escenarios como el que nos ocupa. Por ese rítmico campaneo del orgullo durante el tortuoso viaje de la humildad a la épica. Por el pataleo de sus cracks más jóvenes y la danza armoniosa de sus veteranos. Todo empieza en Múnich. Acabará donde y cuando tenga que hacerlo. Pero en todo viaje que aún no ha comenzado no existe nada más que el principio.
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