Escribió el ensayista inglés Carlyle que "para disipar una duda, cualquiera que sea, es necesaria una acción". El Barça ha encontrado en Robert Lewandowski a un delantero centro que no solo lleva esta máxima escrita en sus cordoneras, sino que además es capaz de embridar con ellas un fútbol tan particularmente encabritado en los últimos tiempos como el que se practica en el Camp Nou. Su capacidad para permanecer en equilibrio entre la pausa y el vértigo nos ha recordado que estamos ante un futbolista mayúsculo. Su edad, su precio y su comprensible afán de protagonismo en un proyecto necesitado de pancartas pero también de mimbres gruesos apuntaban, precisamente, en la dirección de lo incierto. Pero, ante la vacilación, el polaco solamente ofrece certezas cada vez que se enfunda la '9' azulgrana.
Es por eso que el barcelonismo asiste con deleite al espectáculo que ofrece un ariete que ha llegado a sublimar el oficio más arcaico del juego. Lewy vierte en su cátedra una gran dosis de filosofía clásica. Es estoico y epicúreo a un tiempo, capaz de amarrar la circulación del balón tanto como de liberarse de sus cabos en busca de esa indetectable pleamar que le permita lanzar su arpón a portería. Pero también aplica al fútbol de ataque todos los parámetros de la inteligencia artificial: rastrea espacios, cuenta a los rivales que los ocupan, delinea trayectorias con el balón como necesario punto de fuga, comprueba exactamente hasta dónde está dispuesto su marcador a perseguirlo, recopila incluso las variables más intangibles e introduce todos esos datos en su particular algoritmo del gol.
Huérfano el Barça de la inigualable mezcla de destreza y fantasía de Leo Messi, el mejor futbolista que han visto los tiempos, la robótica finura de Lewandowski es el mejor antídoto para esa enfermedad del titubeo que tantos estragos ha causado en el ataque azulgrana. Prácticamente ninguno de los delanteros que los últimos entrenadores culés han dispuesto sobre el tapete, incluso aquellos con más calidad y definición, se han comportado sobre el campo con siquiera un pequeño porcentaje de la determinación y la prestancia del polaco. En cada lance, su personalidad abruma. Ejecuta la carrera precisa hacia un centro pese a chocar con los defensas, solamente por si estos fallan. Sale una y otra vez a desahogar a los interiores con opciones de pase cuando las superioridades se agotan. Fija al central contrario para desvanecerse luego ante sus narices. Gira, templa, finta, devuelve, progresa, se apunta a cualquier carrera, larga o corta. En suma, es una fuerza sutil pero devastadora.
No deja de ser paradójico que el Barça haya encontrado al estilo hecho delantero. Igual que jamás seremos capaces de ver a Sergiño Dest sin imaginarlo en los shorts y la camiseta playera que llevó a la rueda de prensa de despedida de Messi, se hace difícil pensar ya en Robert Lewandowski sin un esmóquin hecho a medida o, en su defecto, la camiseta de la cruz de San Jorge que estrenó ayer. Incluso con los 34 recién cumplidos y aunque unos manguis le robaran otra vez el reloj, el tiempo es suyo. Y el gol, sin duda alguna, también.
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