Si le escuece a usted un poco la cara, astuto lector, seguramente sea porque el estreno liguero del Barça le asestó una lacerante estocada de realidad en la mejilla. Cualquiera con un poco de memoria recuerda que Iraola ya había conseguido inculcar la pasada campaña a los futbolistas del Rayo las tres virtudes del buen esgrimista: firmeza de mano, destreza en lo técnico e imaginación para anticipar las intenciones del rival. Así trincharon los vallecanos una permanencia marmólea, y también revolcaron en sendos asaltos a un Barcelona de arcilla. Con todo, la apabullante pretemporada azulgrana presagiaba un estreno mejor ante un Camp Nou con la sonrisa frágil aunque esperanzada. Una pena que el fútbol no entienda de convalecencias.
Lo más desasosegante de un primer resultado liguero que pudo ser mucho mejor y también mucho peor, lo cual suele indicar que acabó siendo bastante justo, fue la defensa del Barça. Han llegado refuerzos en todas las líneas, y la zaga no es una excepción... pero sí lo es, en tanto en cuanto la inscripción de Koundé se excusó en base a su estado de forma, el apalabrado fichaje de Azpilicueta acabo malográndose y la llegada de Marcos Alonso sigue en el limbo. De modo que Xavi salió con un eje Christensen-Éric, teóricos suplentes pese a su extenso rodaje en la gira por EEUU, y unos laterales sinceramente grotescos: Jordi Alba en un lado, el mejor central del equipo en otro y Sergi Roberto como alternativa. El resultado fue que una línea de cuatro incongruente tiñó de blanco y negro a un equipo que prometía tecnicolor. Y esa será la gran penitencia de Xavi como lo ha sido antes del resto de entrenadores azulgranas, incluso de los más laureados: un once ilógico es casi garantía de un Barcelona impotente.
Obvio, el mercado dará aún oportunidades al Barça para armar algo mejor que esta retaguardia con agujeros en los calzones, pero se hace difícil entender por qué teniendo todo lo necesario para disponer una defensa de tres y plantear un sistema ofensivo que se alimentara de doblar continuamente a los extremos, incluido (de momento) Frenkie de Jong, el mejor líbero en conducción del fútbol moderno, Xavi decidió apelmazar a su equipo en unos triángulos tan pringosos como celdas de un panal.
Pese a la caraja, Lewandowski demostró en la delantera su profundo conocimiento del fútbol: esto es, vio a seis tíos en el área y uno de ellos marcándole, como contó él mismo después del partido, y por eso decidió salir de allí una y otra vez para generar espacios con devoluciones rápidas. Pero todo fue en vano. Ni Éric ni Busquets encontraban opciones más allá del pase de seguridad o el generoso esfuerzo del polaco, ni los interiores azulgranas podían darse la vuelta, ni Raphinha ni Dembélé encontraban un par de diagonales donde hincar el escalpelo. Y el quid de la cuestión era que por ninguno de los laterales asomaba futbolista alguno capaz de hacerles servicio.
La decadencia de Alba es, de hecho, bastante grave. Los años han empequeñecido su fútbol al mismo ritmo que alicataban su ego. Cuando era conocido como escudero de Messi, la acción que ejecutaba de manera más efervescente era la recuperación de posición en fase defensiva. Desde hace tiempo racanea sprints hacia atrás para sumarse al ataque como un advenedizo. Que lo haga incluso cuando la dinámica del equipo pide de los veteranos templanza y sacrificio raya la desvergüenza. Especialmente luciférica fue la acción del partido contra el Rayo en la cual negó la pared a Raphinha, para obligar al brasileño a retroceder, y usó su devolución para lanzarse él mismo al ataque. La realidad es que Xavi no tiene ahora mismo muchos más bueyes con los que arar. Pero lo urgente es que esa línea de cuatro adquiera unas proporciones más armonizadas con el resto del once que el egarense planta sobre la hierba, o de lo contrario la cosecha se maleará aún más entre los rastrojos. Especialmente, si Pjanic va a ser el pivote en el Anoeta.
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