A la primera galopada de Memphis Depay vestido de azulgrana el barcelonismo fantaseó con un kilo de pedruscos menos en sus bolsillos, ese lugar de donde antes se caían los goles y los títulos pero ahora salen más arañas y polillas que otra cosa. El chico tenía trazas de 20 goles y 10 asistencias. Pintaba a cosa moderna, así como 'indie' pero melódica. Hombros abultados, cabeza alta, cuádriceps duro y tobillo flexible. Su última etapa en el Lyon había sido irregular pero prometedora, y a menudo los resúmenes de la selección neerlandesa incluían algo bonito con su firma al pie. Llegó libre como un águila, y al principio de su andadura logró que una afición con las plumas cubiertas de alquitrán soñara de nuevo con volar. Pero pronto se vio que las esperanzas en su capacidad para asumir el liderazgo ofensivo de un Barça deslavazado eran meras calenturas, un Ícaro de futbolín.
Marcó un puñado de goles, se comportó con el debido decoro profesional en un club con aire a crematorio y, en líneas generales, no se puede decir prácticamente nada malo de su rendimiento, lesiones aparte. Pero el problema de Memphis es que no es chicha ni tampoco limoná. Se lo ve fortachón pero no es tan recio como aparenta a la hora de ir al remate. Tampoco tan rápido con el balón en los pies como uno esperaría. Es un '9' que saca los córners en lugar de rematarlos. Cuando la tiene que poner, tira a puerta. Cuando tiene que tirar, la pone. Su nariz no es chata ni puntiaguda, sino todo lo contrario. Y siempre le sobra el último recorte. Quizá por eso tiene esos ojillos tristes colgados de la cara, porque la mayor parte del fútbol que hay en su cabeza nunca sale de ahí.
Ni le resolvió la papeleta a Koeman ni se le resuelve a Xavi, porque todo lo expuesto a los rivales del Barça los intimida más bien poco. Así que ahora está en el mercado, claro. Un paso más en una extraña 'desholandización' de un club que vive en un deja vu constante y pegajoso. Es curioso, porque los desempeños de Frenkie, Luuk y Depay no tienen nada que ver. El rubio mediocentro ha esbozado una impronta de dominador a base de amasar la pelota y frecuentar sus alrededores como si no existiera más campo que en un radio de dos metros del cuero. El espigado culminador de centros será recordado por cantar emocionantes himnos frente al altar de la épica, aunque solo un domingo de cada cuatro. De ninguno de los dos se va a desprender el Barcelona por malos, ni mucho menos.
Y algo similar ocurre con el delantero criollo, quien ha ido extraviándose en un contexto cada vez más ajeno a sus cualidades. O eso se deduce de su insistencia en apretar el botón de la pausa en pleno centrifugado. Cuando la pelota ha pasado por el regazo de Memphis, el Barcelona no ha tenido temple, ni pegada, ni velocidad, ni astucia. Más que como un león, Depay se ha comportado como un gato tratando de desenredar un ovillo sentado en mitad de un parque de galgos. Y eso le otorga muchas opciones de acabar convertido en alfombra en algún salón ajeno. Salvo que las angustiosas circunstancias del Barça impongan otra cosa, claro. Porque aún no está claro si Xavi va a tener el equipo que quiere o el que buenamente se pueda.
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